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La ciencia-ficción de ayer es el realismo de hoy

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En 1984, la novela distópica de George Orwell, el Gran Hermano vigilaba a sus ciudadanos –en estricto, súbditos– a través de una pantalla. Lejos de concebirse ese asalto a la privacidad como una amenaza a la libertad individual, todo el mundo quería tener una pantalla desde la que ver –y ser vistos por– el Gran Hermano. La pantalla era un símbolo de distinción social. No tener una significaba vivir en los márgenes, ser un excluido, no pertenecer a la sociedad.

Acaso ocurra algo parecido con las redes sociales en la actualidad, donde nadie nos obliga a estar, pero estamos, ya que lo contrario supondría condenarnos a la inexistencia. Quien no tiene un perfil social no sale en la foto. En las redes sociales retransmitimos nuestra vida al minuto, hacemos público nuestro día a día, nuestros actos más cotidianos e insignificantes, pero también aquellos sentimientos más íntimos, e incluso nuestros pensamientos políticos. Con cada tuit, con cada post, en cada lista, en cada muro, contribuimos a difuminar la frontera entre lo público y lo privado. Pero, ¿dónde está el límite?

Al límite, a ese límite, nos conduce la última novela de Thomas Pynchon titulada, precisamente, Al límite (Tusquets). La novela, cuya acción transcurre en los meses que precedieron al 11 de septiembre de 2001, está protagonizada por una investigadora de delitos fiscales que de pronto se ve inmiscuida en una trama global de terrorismo y seguridad informática. Aunque el ritmo de la narración en ocasiones sufre una desaceleración y el glosario final de vocabulario informático no es suficiente para que el lector poco docto en la materia se sienta perdido en una nebulosa terminológica del mundo hacker, lo cierto es que la novela de Pynchon trae sobre sus páginas una interesante reflexión sobre el intento, por parte del poder, de colonizar ese espacio de libertad que pretendía ser internet antes del atentado de las Torres Gemelas.


Rodeada de «tecno chusma» e «inadaptados sociales» que no han sabido renovarse tras el estallido de la burbuja tecnológica –entre los que se cuenta un fetichista de los pies, un obsesionado por descubrir el olor de Hitler o una mujer que no sueña sino con tener el pelo de Jennifer Aniston– Maxime Tarnow, la protagonista de Al límite, recibe el encargo de investigar a la tan poderosa como turbia empresa de seguridad informática «hashslingrz». Durante sus pesquisas, la protagonista empieza a conocer el verdadero funcionamiento de la red. Descubre, entonces, el significado de «Web Profunda», ese lugar de internet que no vemos pero que está detrás de las pantallas superficiales que visitamos, un sitio donde la información alojada no puede ser rastreada ni redirigida por los buscadores. En la «Web Profunda» la información circula libre, sin control ni vigilancia. Tampoco hay publicidad. Es oscura y opaca, el lado adverso de la transparencia, pero nadie puede controlarla.

Pero ese espacio de libertad absoluta también puede usarse para organizar tramas de corrupción, para la preparación de la ciberguerra o el terrorismo, como muestra Al límite de Thomas Pynchon. No es casualidad que la trama de la novela gire alrededor del 11-S. El atentado de Manhattan inauguró una nueva forma de concebir la libertad y la seguridad. A partir de este trágico episodio histórico ambos conceptos se presentaron como antagónicos: era imprescindible renunciar a la libertad para proteger nuestra integridad física, nuestra seguridad como individuos, pero también como nación. Renunciamos a ser libres para salvaguardarnos de la amenaza terrorista. Y empezó el control sobre nuestras vidas. Todos nuestros pasos por la red quedaron a partir de entonces registrados. Ya era imposible borrar nuestras huellas por donde virtualmente paseábamos. Esta nueva dialéctica que empezó a gobernar el mundo a partir del 11 de septiembre de 2011 –la dialéctica libertad/seguridad– es la que estructura la novela de Pynchon.

El 11-S fue, en cierto modo, funcional al poder. No solo porque Al límite presente oscuros contratos entre el gobierno de Estados Unidos y potenciales terroristas de Oriente Medio, ni porque en parte se sugiera, en boca de uno de sus personajes, que el atentado no fue sino un montaje del mismo Pentágono para legitimar una guerra posterior para apoderarse del petróleo, sino porque el desplome de las Torres Gemelas fue el pretexto necesario, el shock, que permitió que el aumento de la seguridad nacional fuera en detrimento de la libertad individual. El 11-S fue la coartada perfecta para que el poder empezara a controlarlo todo. Para que el Gran Hermano nos vigilara de cerca. En la novela de Pynchon se muestra claramente el modo en que, tras el atentado, internet cambia su rostro, se abren las puertas traseras en la red y toda la información empieza a ser controlada por los gobiernos. Ya nada escapa de su dominio. Estamos vigilados.

Por su parte, la última novela de Dave Eggers, El Círculo (Random House), nos presenta un futuro lejano, aunque no demasiado lejano, donde internet logra imponer su dominación totalitaria. Mae Holland, la protagonista de la novela, entra a trabajar en el Círculo, una empresa de creación de aplicaciones informáticas que, al poco tiempo, se convierte en la empresa más influyente del mundo. La misión del Círculo es trabajar para simplificarle la vida a los usuarios, pero también para hacer del mundo un lugar más civilizado, transparente y –otra vez la palabra clave– seguro. Empieza con el lanzamiento de la herramienta TruYou, que logra unificar en una sola cuenta los distintos perfiles de redes sociales de los usuarios con sus cuentas bancarias y correos electrónicos, eliminando la incómoda necesidad de memorizar múltiples contraseñas. Esta aplicación sirve además para fundir en un solo perfil la identidad real y la identidad virtual de los usuarios, construyendo el «yo verdadero», imposible de deformar o enmascarar. El anonimato está prohibido.


Entre las aplicaciones estrella que ha diseñado el Círculo destacan SeeChange y ChildTrack. La primera es un diminuto dispositivo de vídeo que permite retransmitir por streaming de alta calidad todo lo que sucede en el mundo. Instaladas en cada rincón del planeta, las pequeñas cámaras permiten conocer de primera mano lo que está ocurriendo en la otra punta del mundo; pero el mayor logro es su aplicación en el ámbito de los derechos humanos, cuenta uno de los tres Sabios de el Círculo, en el Gran Salón, durante la presentación del proyecto, celebrado el Viernes de los Sueños. En la demostración, la cámara retransmite en directo una protesta en Egipto. Si se produce una violación de derechos humanos o un asesinato –se dice desde el Círculo– la cámara lo captará, y el culpable será condenado. Los delitos en el mundo descenderán y los derechos humanos se cumplirán a lo largo y ancho del planeta con SeeChange –concluyen–: todos serán observados por las cámaras del Círculo y el mundo se volverá un lugar más seguro. Child Track, por su parte, nace con el propósito de evitar secuestros, violaciones y asesinatos a menores. Por medio de la colocación de un chip en el tobillo de niñas y niños se podrá conocer en todo momento, y a tiempo real, su ubicación exacta. Será obligatorio, aunque no importa: madres y padres, agitados por el miedo de ver a sus hijos en peligro, desean adquirirlo desde el anuncio de su lanzamiento. No se sienten vigilados, se sienten protegidos.  

El lema del Círculo es que el conocimiento es un derecho y, en consecuencia, su apuesta es por un mundo donde la transparencia sea total, donde no existan secretos. El secreto es la coartada del delito, según el Círculo. Aunque, como dice Pármeno en La Celestina, «a quien dices el secreto das tu libertad». Lo que parecía una herramienta para vivir en un mundo más libre y menos corrupto de pronto parece volverse un régimen totalitario y asfixiante. A medida que el poder del Círculo va en aumento y que sus dispositivos y aplicaciones se generalizan, el común de la gente se ve sometida a la lógica de la transparencia. Todo el mundo retransmite su vida en directo. Primero fueron los políticos, a quienes, en pos de la transparencia y para evitar corruptelas y presiones de los lobbys en reuniones opacas, se les instó a llevar una cámara para registrar su actividad política, pero también su vida privada. También Mae, la protagonista de El Círculo de Eggers, lleva una cámara desde la que emite, para sus seguidores de las redes sociales, su día a día, todas sus conversaciones, sus gestos, sus pasos, sus gustos y opiniones, que inmediatamente se traducen en beneficios para las empresas que venden los productos que Mae comenta. Desde una pulsera que lleva en la muñeca izquierda, Mae puede leer los comentarios que le hacen sus seguidores, que apenas se pierden de lo que acontece en su vida.

La vida es transparente, no hay secretos, porque tener secretos es robarle a los demás un conocimiento que debería ser libre, accesible a todos, se dice desde el Círculo. El discurso de la transparencia y de la libre circulación del conocimiento, que se presenta como progresista o incluso como emancipador, en realidad reproduce la lógica de la desregulación propia de la ideología neoliberal, como describe David García Aristegui en su ensayo Por qué Marx no habló de copyright (Enclave de Libros).

Aunque la trama de El Círculo parece ocurrir en un universo distópico, lo cierto es que lo que sucede en la novela de Eggers no dista mucho de parecerse a los comportamientos que tiene cualquier usuario de las redes sociales en la actualidad. Pero en El Círculo está exagerado. Como si su autor nos advirtiera de que, si no tiramos del freno de emergencia, podemos terminar habitando un mundo demasiado parecido al que pretende construir el Círculo: un mundo controlado por internet, donde no hay espacio para la libertad individual ni para la intimidad, un lugar donde toda la vida –toda: salvo los tres minutos diarios de intimidad en el cuarto de baño que nos concede El Círculo– sea retransmitida y comentada por las redes sociales.


En su último libro, Cuando Google encontró a Wikileaks (Clave Intelectual), Julian Assange muestra con preocupación el modo en que facilitamos en la red datos que pertenecen a nuestra intimidad, tras demostrar que Google tiene mayor capacidad para la recopilación de datos e información que la NSA (Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos). Assange denuncia en su libro la cooperación que existe entre el poder político y militar de Estados Unidos y las corporaciones tecnológicas norteamericanas, así como la manera en que estas ejercen tareas de diplomacia encubierta, accediendo a lugares donde la inteligencia estadounidense jamás podría acceder, haciendo uso de un discurso amable, progresista y moderno. Un discurso que lejos de ser emancipador conduce al poder totalitario jamás pensado.  

Sobre la construcción de este nuevo poder hablan estos dos tecnothrillers. Tanto en Al límite de Thomas Pynchon como El círculo de Dave Eggers, se pone de manifiesto que la pesadilla de Orwell se ha cumplido. Pero existe una diferencia: no ha sido en un régimen totalitario como parecía vaticinar 1984, sino en la democracia liberal capitalista. La ciencia-ficción de ayer es el realismo de hoy o, como muy tarde, el de pasado mañana. La distopía ya está aquí, vive entre nosotros.    


Un paso adelante, dos pasos atrás

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La primera vez que asistí a un concierto de Nacho Vegas, lo que más me llamó la atención fue que cuando alguien del público se disponía a corear un estribillo, de varios lugares de la sala se oía un «Shhhh!». La liturgia exigía silencio y un simple tarareo suponía un sacrilegio. La experiencia se tenía que vivir en solitario y cantar en común era caer demasiado bajo. Esta actitud individualista tal vez sirva para definir la ideología de indies, hipsters y gafapastas que Víctor Lenore analiza en su libro. Disfrazado de contracultura, el indie reproduce la ideología dominante por medio de un comportamiento clasista de distinción. Indies, hipsters y gafapastas, cuyo subtítulo muestra de forma muy explícita el objetivo que se persigue en sus páginas, Crónica de una dominación cultural, tratar de explicar «cómo se han impuesto estas subculturas modernas, qué estructuras de poder refuerzan y por qué nos atrae tanto esta estética dominante en el capitalismo avanzado».

Lo primero que se observa en el ensayo de Lenore es el modo en que la música indie -aunque no estamos sólo ante un fenómeno musical- trata de rehuir lo político. La política mancha, convierte el arte en panfleto, dirán desde el indie, y sus canciones se encerrarán en el plano de lo íntimo y lo individual (y en ocasiones, de lo sideral). Los conflictos sociales se invisibilizan y no se muestran más tensiones que las que suceden en el interior de un sujeto problemático. Hay una desconexión total con la realidad inmediata y, en consecuencia, y como sostiene Lenore, «está claro que nadie podría adivinar qué estaba pasando en nuestro país a partir de discos». A diferencia de otras culturas urbanas, en el indie, dice el autor, «se ha disuelto en gran parte aquella vieja hostilidad, recuerdo de la lucha de clases, que hizo que algunas tribus urbanas (punkis, hippies, okupas...) sirvieran como educación política para millones de jóvenes de Occidente». No obstante, conviene recordar, como apunta Nacho Vegas en el prólogo que abre el libro, que aunque el indie fuera «una escena despolitizada no se quiere decir que careciera de dimensión política, sino de conciencia política [...]. El arte no es político sólo en su versión antagonista o de denuncia, sino que lo es también por omisión o asunción del discurso dominante». Como decía Althusser, «la ideología nunca dice “soy ideológica”», como asimismo se observa en la última hora de la narrativa española (como lo he tratado en mi ensayo La novela de la no-ideología).

Pero no sólo en la ausencia del conflicto se encuentra la ideología de los hipsters, sino también en su intento de servirse de la cultura como instrumento de desclasamiento social, para distinguirse cada vez más de una clase trabajadora que aborrecen. Porque como los define Lenore, los hipsters no son sino «blancos de clase media y alta intentando marcar distancias culturales con el populacho». Y lo hacen por medio de un consumo cultural elitista, de marcada anglofilia, de gustos selectos, de objetos de edición limitada, de productos culturales que no gusten a las masas. También tratan de diferenciarse de la clase trabajadora definiéndose como un «clase creativa» que vive -o malvive, porque en el mundo hispter existen unas precarias condiciones de trabajo que sin embargo se invisibilizan en sus productos- de trabajos ligados al arte, al diseño o a la comunicación. El hispter hace apología del emprendimiento como única posibilidad de triunfar según un esquema de valores -vale decir: una ideología- centrada en el individualismo. Sin embargo, y como señala muy acertadamente el autor, el giro procapitalista de los hipsters encuentra su motivo en que estos jóvenes «salieron de la universidad con deudas enormes y un mercado de trabajo destrozado. Para ellos, montar un pequeños negocio que tenga éxito es la única salida vital posible, de ahí el extremo interés por el emprendizaje».

Aunque no es el propósito del libro hacer una propuesta de una cultura alternativa, más allá de la afirmación -que el mismo autor considera poco ambiciosa- de «acabar con el racismo, el esnobismo, la angolofilia, el machismo y la pedantería» en el ámbito cultural, en sus artículos periodísticos y en las entrevistas que ha concedido a raíz de la publicación de Indies, hipsters y gafapastas, Víctor Lenore hace frente a esta cultura hegemónica disfrazada de contrahegemónica por medio de la reivindicación de una cultura popular que va desde el reguetón a la rumba, pasando por la cumbia villera. En este punto es donde resulta imprescindible volver a Lenin. No podemos sino celebrar la publicación de un ensayo como el de Lenore, que analiza la cultura en términos de dominación, dando un paso adelante. Pero también tenemos que advertir que se dan dos pasos atrás al oponerse a lo existente desde un discurso asimismo existente y, en consecuencia, tan ideologizada como el que denuncia, en vez de construir una cultura otra. Porque en eso que Lenore llama «cultura popular» hay tanto clasismo y machismo como en la música hipster. Basta detener las caderas y pararse a escuchar sus letras (Vr. gr.: «Acabo de conocerte / disculpa pero no puedo mantenerte / sólo quiero complacerte»).

Pero con independencia de lo último, el libro de Víctor Lenore resulta a todas luces necesario, ya que genera un debate allí donde había un terreno estéril para una discusión política y cultural seria, donde sólo había un consenso inmovilizador, encuentros complacientes, falta de reflexión pública y, sobre todo, mucha apología de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. La coyuntura histórica determinará si los dos pasos atrás son un retroceso o el gesto necesario para coger impulso. Depende de nosotros.

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 280 (enero 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4442 

La clase media arderá

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Decía Franco que el mejor monumento que había construido no era el Valle de los Caídos, sino la clase media; José Luis Arrese, su ministro de Vivienda, puso la primera piedra del monumento con aquella frase que terminó definiendo a la clase media: “Queremos un país de propietarios, no de proletarios”. Esta conversión de los proletarios en propietarios perseguía la desactivación política de la clase trabajadora que, en una posición más acomodada, renuncia a luchar.

Pero, ¿qué es la clase media? En términos objetivos, la clase media no existe. Sancho Panza decía que “dos linajes hay en el mundo que son el tener y no tener”; o lo que es lo mismo, si el escudero de don Quijote hubiera leído a Marx (cosa improbable por la época), que la sociedad se divide entre quien posee los medios de producción y quien no posee nada más que su fuerza de trabajo. El capitalismo, en su funcionamiento objetivo, no da lugar a matices. Así es si lo analizamos en su objetividad, pero hay que tener en cuenta también las condiciones subjetivas, que es lo que retrata Esteban Hernández en su ensayo El fin de la clase media. Se conciben como clase media aquellos trabajadores, a veces cualificados y de profesión liberal, que experimentan un desclasamiento hacia arriba como consecuencia de su acceso al consumo: con mayor poder adquisitivo que sus iguales se distinguen en una forma de vida más holgada, en un momento histórico en que el capitalismo permite una mayor distribución de los excedentes del capital. La clase media, en esta coyuntura, escribe su relato triunfal: con el trabajo y el esfuerzo es posible mejorar nuestras condiciones de vida, como se trasluce de las distintas entrevistas que realiza Hernández en su libro.

Sin embargo, desde que el capitalismo entró en crisis y circulan menos excedentes, la clase media ha compuesto otro relato: el de la pérdida. Desde su posición acomodaticia, observa cómo de pronto su mundo se desmorona. La clase media se precariza, su poder adquisitivo mengua y su acceso al consumo desciende. Para sobrevivir a la nueva coyuntura, tiene que reinventarse, nos dice El fin de la clase media con un tono tan apocalíptico como apologético, asumiendo que no queda otra salida que la adaptación a los nuevos tiempos –y el relato de la pérdida se sustituye por el relato de la supervivencia–. Pero existe la posibilidad de construir otra narrativa que no pase por asumir la derrota. Porque cuando la clase media deja de diferenciarse del proletariado que rehuía, vuelve a bajar a las plazas. La clase media, cuando deja de serlo, encuentra motivos por los que luchar.

Es el fin de la clase media, nos dice Hernández. Habrá que ver si su fin es el comienzo de algo. Cuando la clase media se sume a la lucha, empiece a cuestionar sus propios relatos y analice el papel funcional que ha representado en un sistema que ahora la expulsa –“la clase media garantiza la continuidad y la estabilidad del sistema”, escribe Hernández–, entonces sucederá lo que vaticinan los versos de Antonio Orihuela: “El día que queramos luchar contra nosotros mismos / ese día / la clase media /arderá”.

David Becerra Mayor // Publicado en La Marea, nº, 22 (diciembre 2014), pág. 61: http://www.lamarea.com/2015/01/04/la-clase-media-ardera/

¿Copyright o barbarie?

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Sobre ¿Por qué Marx no habló de copyright? de David García Aristegui (Enclave de Libros, 2014)

Aunque el título del libro plantea una interrogación, tampoco hubiera sido desacertado presentarlo en forma de respuesta o como oración causal: Porque Marx no habló de copyright. La izquierda sufre una enorme desorientación en materia de derechos de autor y de propiedad intelectual, precisamente porque Marx no habló de copyright. Si Marx hubiera hablado de copyright, quizá este libro no sería tan urgente, pero como no lo hizo –o apenas lo hizo– necesitamos ¿Por qué Marx no habló del copyright? de David García Aristegui para resituarnos en este complejo e intenso debate.

Antes de entrar de lleno en la problemática, el autor ofrece una breve historia de la propiedad intelectual, desde su nacimiento hasta nuestros días. Lo interesante del bosquejo histórico es observar una contradicción radical: la burguesía emprende una lucha contra los gremios con el fin de lograr –y permitidme la expresión– una «desamortización» del libro que libere el mercado del libro del control que, hasta el momento, habían ejercido los libreros organizados en gremios. La burguesía, con su lucha, logra ampliar la libertad de expresión; a partir de este momento, al no existir control, aumentan los títulos que se publican. Sin embargo, el nuevo escenario pone en circulación ediciones piratas y libros con malos acabados y peor impresos, además de hacer imposible que al autor se le remunere toda la rentabilidad que su obra genera (lo que recuerda sobremanera a lo que sucede hoy con internet). Es necesario ejercer un nuevo control, regular el nuevo mercado del libro. Nacen los derechos de autor.

Los derechos de autor surgen –podemos afirmar, aun a riesgo de sintetizar demasiado– de la lucha de la burguesía ilustrada contra los residuos feudales que pervivían en el Estado Absolutista. Podríamos pensar, desde la izquierda, que en tanto que productos burgueses conviene desplazarlos, si lo que pretendemos es construir una sociedad post-capitalista. Pero no: del siglo ilustrado hay mucho que mantener, e incluso que recuperar, como el Estado de Derecho, la noción de crítica, el periodismo, la igualdad, libertad y fraternidad, etc. Y los derechos de autor, en opinión de David García Aristegui, también.

El problema es que, cuando hablamos de cultura y mucho más de «cultura libre», lo hacemos asumiendo el discurso neoliberal. Si bien existe una vía de la «cultura libre» que busca producir al margen de las relaciones sociales y de producción capitalistas, lo cierto, señala García Aristegui, es que buena parte de sus postulados guarda enormes y muy sospechosas similitudes con la agenda neoliberal. Porque Marx no habló de copyright, buena parte de la izquierda está desorientada y asume como propios discursos que han sido diseñados por la llamada Ideología Californiana, esto es, por las corporaciones tecnológicas multinacionales de Silicon Valley que, a través de narrativas posmodernas y aparentemente emancipadoras, no hacen sino reproducir los esquemas neoliberales de la desregulación. La cultura, dicen, debe brotar libre, sin controles de ningún tipo; la cultura, por sí misma, sabrá regularse sola, como si existiera, también en las industrias culturales, una mano invisible capaz de corregir sus imperfecciones. El discurso ha calado hondo. Pero, si estamos en contra de la desregularización de los mercados, de la desregulación de la educación y la sanidad, se pregunta David García Aristegui, ¿por qué no vamos a estar en contra de la desregularización de los derechos de autor? De forma muy atinada, ¿Por qué Marx no habló de copyright? cuestiona el modo en que, de forma acrítica, hemos asumido como propios, en el ámbito cultural, los códigos de la ideología neoliberal.

Para hacer frente a la ideología neoliberal que hemos interiorizado, David García Aristegui propone en su libro que es tan urgente como necesario construir sindicatos en el ámbito de las industrias culturales. «Más que nuevos tipos de licencias son necesarias instancias colectivas para la gestión de la propiedad intelectual y derechos de autor. Necesitamos sindicatos en el ámbito de la cultura», dice el autor de ¿Por qué Marx no habló de copyright? Por si acaso alguien se anima, él ya ha colgado la primera pancarta: «Los derechos no se venden, se defienden».


David Becerra Mayor // Publicado en La Marea. Fuente: http://www.lamarea.com/2015/01/21/copyright-o-barbarie/ 

Colapso moral: La valla, 100 artistas en la Frontera Sur

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Desde el 15 de octubre hasta el 15 de noviembre, la madrileña sala Utopic_US (Calle Duque de Rivas, 5) acoge la exposición La valla, 100 artistas en la Frontera Sur, comisariada por la actriz Amparo Climent, donde se exponen más de 40 dibujos realizados por emigrantes subsaharianos que se han tenido que enfrentar a las concertinas de la frontera de Melilla. Realizados desde el monte Gurugú, sus dibujos expresan sus sueños, sus miedos, sus vivencias. 
        Además de los dibujos de los protagonistas de esta historia, La valla se completa con dibujos y textos de artistas, escritores, ensayistas, etc., que han querido contribuir con sus obras e ideas en la causa de solidaridad que se persigue con esta exposición.
       Mi contribución ha sido este breve texto:
 
"Decía Hannah Arendt que durante el nazismo la respetable sociedad alemana en su conjunto había sufrido un colapso moral. Si bien es verdad que no todos los alemanes colaboraron estrechamente con el régimen nazi, no es menos cierto que en su indiferencia y su pasividad ante el horror, ante lo abominable de los campos de concentración y la represión sistemática, en su silencio impasible, la respetable sociedad alemana se hizo cómplice de la barbarie. La cooperación pasiva permitió que el terror campara a sus anchas.
            ¿Acaso no estamos sufriendo un colapso moral cuando contemplamos lo que ocurre en esos lugares que llamamos fronteras?, ¿no estamos colaborando con el horror?, ¿no somos cómplices de quien dispara?, ¿no estamos dando nuestro consentimiento a que se violen los Derechos Humanos con nuestro silencio? Vemos imágenes a diario, en prensa y televisión, y apenas nos conmovemos. Cuando el horror se banaliza, se desdibujan los límites que separan el bien y el mal. Se difuminan las fronteras en los conceptos morales mientras se fortalecen las otras fronteras, las que separan a los seres humanos de uno y otro lado. Los vemos trepar, sangrar, morir, pero no nos reconocemos en ellos: todavía los vemos demasiado lejos como para ponernos en su piel (una piel que parece que no es como la nuestra). Son otros, no son nosotros, y callamos. Y el silencio nos hace cómplices. Nosotros no apretamos el gatillo, pero nuestra pasividad hace legítimo el disparo.
            No permanezcamos en silencio –ellos son también nosotros– y salgamos de ese colapso moral que denigra nuestra existencia como seres humanos".

David Becerra Mayor

Arturo Manostijeras: El Quijote de Reverte, a examen

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«–Metafísico estáis / –Es que no como», le responde Rocinante a Babieca en el diálogo que mantienen los dos caballos en uno de los sonetos que ocupan el pórtico del Quijote de 1605. Metafísico está también el nuevo Quijote que publica la RAE, en coedición con Santillana, adaptado para uso escolar por el novelista Arturo Pérez-Reverte.

Se comprueba al observar la delgadez de su lomo –del libro, no del rocín–, tras haber expulsado de su cuerpo el exceso de retórica, de tramas paralelas, de alusiones intertextuales, para descubrir «a los lectores –afirma la RAE– la esencia del clásico de la literatura universal». Las más de mil páginas que sumaban los dos libros originales, publicados en 1605 y 1615 respectivamente, se quedan en poco más de quinientas en esta nueva edición. La esencia –concepto sin duda metafísico– de este clásico universal parece ser la mitad de su materia. Por supuesto, el soneto mencionado no ha sobrevivido a la poda.

La RAE defiende que este nuevo Quijote «ha sido posible gracias a una cuidadosa labor de poda de los episodios secundarios y las digresiones que hacían complejo el texto para uso escolar». Se trata de una versión, añaden, «que elimina las historias paralelas para facilitar una lectura rigurosa, limpia y sin obstáculos de la peripecia del ingenioso hidalgo y su escudero». Pero ¿cómo se ha desarrollado, en verdad, esta labor de poda?

En primer lugar, hay que señalar que el Quijote de Reverte no es honesto y además carece de rigor académico. Huelga decir que esta no es la primera edición recortada ni adaptada del Quijote para uso escolar o dirigida a un público no especializado, pero lo que distingue la realizada por Reverte de aquellas que le precedieron es que, en la que hoy nos ocupa, no se indica –y ahí su falta de honestidad– qué partes han sido recortadas por el autor de Alatriste, qué fragmentos de los que han sobrevivido a la poda han sido reescritos por la pluma de Reverte, o qué palabras han sido traducidas a un lenguaje más comprensible para nuestros jóvenes lectores de hoy.
 
Se han introducido cambios, pero no se han anotado. Las formas son sin duda criminales: no solo se manipula el texto sino que además se borran las huellas. Flaco favor le hace esta edición al estudiante que, a partir de este libro, quiera acudir a las partes amputadas en una versión íntegra de la novela de Cervantes; no las encontrará, porque no sabrá cuáles son. Si bien se querían eliminar obstáculos, se han puesto algunos nuevos.

Sin rigor ni criterios

La falta de rigor, que también señalábamos, se localiza en la ausencia de una definición clara de los criterios que se han seguido para llevar a cabo esta adaptación. El Quijote de Reverte no solo no le ofrece al lector los criterios adoptados, sino que además, a juzgar por la incoherencia que se aprecia en la adaptación, tampoco parece tenerlos demasiado definidos quien se ha encargado de la adaptación y la poda.

Sobre la adaptación, se observa que los cambios introducidos en el texto no mantienen una coherencia a lo largo de sus páginas. Aunque se dijo que esta edición del Quijote iba a modernizar el lenguaje, lo cierto es que apenas ha sido retocada la lengua de Cervantes –lo cual es una magnífica noticia, pero evidencia la primera incoherencia entre el proyecto y su resultado definitivo.

Se actualiza la ortografía según las últimas normas de la Academia (se cae la tilde de los pronombres demostrativos, del adverbio «solo», de las palabras con diptongo como «guion» o de las formas verbales con pronombres enclíticos como «cansose»), pero perviven formas propias del español clásico como «mesmo», «priesa» o contracciones en desuso como «deste» o «della». Conviven asimismo en el texto formas verbales tal y como se encontraban en el original («pagalle») con otras que han sido actualizadas («menearlo»).

El Quijote de Reverte acata las normas de la última Ortografía, pero se olvida de las anteriores, lo que provoca que nos encontremos ante un texto artificial, a mitad del camino entre el respeto al original y su modernización. Este titubeo convierte el Quijote de Reverte en un texto que ni se adapta al español actual ni sirve para conocer, de primera mano, el español de los tiempos de Cervantes.

Lo mismo ocurre con aquellas palabras que, por su difícil comprensión para los y las estudiantes de hoy, se han modificado. Tampoco hay un criterio claro ni mayor coherencia que en el apartado anterior. Son muy pocas las palabras que se «traducen» a la lengua de hoy. De nuevo celebramos que así sea, pero este hecho acaso no justifique el sueldo del adaptador, que ha cambiado más bien poco y, de nuevo, con su indecisión, se queda a mitad del camino. Sustituye por ejemplo «fisga» por «burla», «vestiglos» por «monstruos», «parasismo» por «desmayo» o «esqueros» por «bolsas», pero mantiene otras de igual o mayor dificultad para un estudiante de bachillerato, como «raridad», que podría haberse traducido por «desgaste», o «adelantado» por «gobernador», por citar solo dos ejemplos).

Lo que otras ediciones han resuelto con notas al pie, cuya función es glosar palabras que no forman parte del lexicón del alumnado, con este texto, que se presenta limpio y sin notas, el estudiante tendrá ciertamente dificultad para alcanzar una comprensión total del texto (que es lo que se perseguía con esta edición).

Sorprende, asimismo, la falta de decisión en algunos momentos. Es el caso del uso de la cursiva para llamar la atención al lector sobre construcciones que, si bien se parecen a otras más actuales, no significaban entonces lo mismo que ahora. Sucede cuando Cervantes habla –y Reverte lo subraya– de «dos mujeres mozas, destas que llaman del partido». Claro que no eran del Partido Comunista –como parece temer Reverte que confunda el estudiante– sino prostitutas, y por ello, aunque sin explicarlo, subraya el sintagma mediante el uso de la cursiva, acaso para que el estudiante levante la mano y le pregunte al profesor qué cosa es «una mujer del partido».

Lo curioso es que este recurso no vuelve a emplearlo Reverte a lo largo de las quinientas páginas de su Quijote, ni siquiera cuando podría inferir el novelista que un estudiante medio no iba a entender que significa «morirse de vergüenza» aquello de «fue de manera que don Quijote vino a correrse».  Dicho lo cual, no podemos sino concluir que es una adaptación con más titubeos que certezas.

Poda indiscriminada

En cuanto a la poda, hay que diferenciar el empleo que se hace de la tijera en el Quijote de 1605 y en el de 1615. Como se sabe, las tramas secundarias están más presentes en el primer Quijote, si bien en el de 1615 también es posible, aunque en menor medida, toparse con esos «obstáculos». Este dato es importante, pues modifica el método de la poda. En el primer Quijote se emplea el corte grueso, eliminando de un solo golpe de tijera una gran cantidad de páginas, incluso capítulos enteros.

El Quijote de Reverte amputa sin anestesia los capítulos XI, XII, XVIII y XIV (donde se cuenta la historia de Grisóstomo y la pastora Marcela, y donde además don Quijote declama su famoso discurso sobre la Edad de Oro); los capítulos XXIII y XXIV (donde se cuenta lo que les sucede en Sierra Morena y la primera parte de la historia de Cardenio); medio capítulo del XXVII y el capítulo XXVIII entero (donde se cuenta la historia de Cardenio y de Dorotea); los capítulos XXXII, XXXIII, XXXIV (donde encuentran el libro del Curioso impertinente); últimas páginas del capítulo XXXV, el capítulo XXXVI completo y las primeras páginas del XXXVII (en los cuales se da continuación a la historia del Curioso impertinente y se cuenta la historia de Zoraida); los capítulos XXXIX, XL, XLI, XLII y la mitad del XLIII (que cuenta la historia del cautivo y la historia de doña Clara y don Luis); y finalmente los capítulos XLIX, L y LI (que recogen la discusión entre don Quijote y el canónigo sobre Historia y ficción, la historia del cabrero Eugenio y la historia de Leandra).

En el Quijote de 1615 la tarea se le complica, pues hay menos tramas secundarias. Si del Quijote de 1605 se eliminan 17 capítulos completos, del segundo libro apenas desaparecen 9: los capítulos XVIII, XIX, XX, XXI y una parte del XXII (donde se cuentan las bodas de Camacho); el capítulo XXXIII (que habla de la «sabrosa plática» entre Sancho y la duquesa); el capítulo XLVI (que incluye el discurso de los amores de Altisidora); y los capítulos LIV, LV y LVI (protagonizado por Sancho y el morisco Ricote, y donde se cuenta la batalla entre don Quijote y el lacayo Tosilos).

Con tan pocos capítulos que eliminar en bloque, Reverte resuelve la situación mediante un corte menos grueso, eliminando algunos párrafos que considera superfluos, trozos de diálogos donde don Quijote se explaya en demasía, algunas páginas seguidas –hasta diez en algunos casos–, e incluso, cosa apenas realizada en la primera parte, Reverte resume algunos fragmentos –en algunas líneas, nunca más de un párrafo– de su puño y letra, donde el autor de Alatriste trata de emular el estilo cervantino.

Estos cortes, menos bruscos, siguen un mismo patrón: se eliminan las referencias intertextuales, como las constantes alusiones de don Quijote a las novelas de caballería que ha leído y en las que se inspira; se eliminan versos de los poemas que se recitan en el libro, por parecerles demasiado largos a Pérez-Reverte; se borra casi toda alusión a Cide Hamete Benengeli, el autor «real» (en el plano de la ficción) del libro sobre don Quijote, impidiendo al joven lector que trabaje el componente meta-literario de la novela cervantina –acaso uno de sus recursos más interesantes– del que se sirve Cervantes  para difuminar la línea entre la realidad y la ficción.

Asimismo se recortan los títulos de los capítulos, eliminando partes como «y otros acontecimiento famosos que...», por razones obvias: esas otras historias han sido amputadas en esta edición del Quijote. Estos cortes, aunque menores, tienen el mismo impacto sobre el lector que aquellos en los que se eliminaban en bloque capítulos enteros. Entre ellos destaca, por ejemplo, el modo en que Reverte recorta el capítulo VI, referido al escrutinio, donde el cura y el barbero comentan aquellos libros que, por mentirosos y por haber hecho enloquecer al protagonista, destinarán a la hoguera. No solo la riqueza intertextual del episodio queda eliminada, sino la profunda reflexión sobre la concepción del «valor» literario en la época de Cervantes (la sacralización de la verdad frente a las mentiras de la ficción)

Reverte, el censor

Otras recortes no exentos de interés son aquellos en los que Reverte parece actuar como un auténtico censor. Borra frases que pudieran herir la sensibilidad del lector actual, como pueden ser aquellas de contenido racista. Reverte, acaso con la buena intención de que los jóvenes no utilicen este clásico de las letras hispanas para legitimar sus comportamientos racistas, y tal vez buscando contribuir, con su gesto, a una mal entendida Educación para la Ciudadanía, elimina comentarios que estigmatizan a «moros», «negros» y «judíos».

Por ejemplo, cuando se descubre, en el capítulo IX de la primera parte, que quien escribió el Quijote, en la ficción, no fue sino un «autor arábigo», se dice –y se borra en la edición de Reverte– que es «muy propio de los de aquella nación ser mentirosos».

También en la primera parte, en los capítulos XXIX y XXXI, mientras Sancho y don Quijote especulan sobre su futuro reino, Sancho dice –y Reverte borra– que espera cargar de Micomicón vasallos negros para después venderlos en España. Ya en el Quijote de 1615, Sancho reconoce, en el capítulo VIII, que «al ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí». Una censura que, además, nos impide reconocer la realidad histórica de España, configurada por la convivencia, a veces tensa, entre moros, judíos y cristianos.  

Pero, además de impedirle al lector que conozca el Quijote de forma completa, ¿qué implicaciones tiene esta adaptación y poda de Reverte y de la RAE? Supone deshistorizar el género «novela». Es bien sabido que la novela no es un género literario que nace con sus propias normas y sus códigos ya establecidos, sino que se va construyendo históricamente, desde finales del siglo XIV hasta la actualidad.

El Quijote, aunque suele decirse de forma algo tautológica que es la primera «novela moderna», al reunir en su haber muchos de elementos con los que se definirá el género, en realidad muestra cómo el género «novela» todavía no está hecho, muestra cómo el género se está haciendo y se está experimentando con él. Sus constantes titubeos y sus tramas paralelas es un síntoma de ello. Aunque Cervantes concibió el Quijote como una obra de entretenimiento –creía que sería con El Persiles, su obra más clásica, más acorde con los altos gustos literarios de su época, con la que alcanzaría la posteridad– lo cierto es que la novela terminó trascendiendo la voluntad de su autor y se convirtió en otra cosa: el Quijote es una novela de entretenimiento y algo más.

Ese «algo más», lo que le da valor y convierte en clásico al Quijote, es lo que desaparece de esta edición de Arturo Pérez-Reverte. Ese «algo más» es lo que nos permite observar cómo el género «novela» se va construyendo históricamente. Al podar ese «algo más», quizá el joven lector pueda leer el Quijote –e incluso disfrutarlo– como quien lee una obra de entretenimiento. Pero se habrá perdido muchas otras cosas, quizá la «esencia» de este clásico universal que perseguía la RAE con esta edición, pero que no ha encontrado al confundir la cantidad con la calidad. Porque, tras la poda, han convertido la novela de Cervantes en simplemente eso: una novela de entretenimiento. Como las de Reverte.

Es razonable que la RAE se preocupe por quienes no han leído el Quijote y trabaje para eliminar obstáculos, para hacérselo más sencillo al futurible lector, porque quizá sea grave salir del instituto sin haber leído el Quijote; pero más grave aún es creer haberlo leído y no saber quién es la pastora Marcela.


David Becerra Mayor // Publicado en El Confidencial (26/01/2015). Fuente: http://www.elconfidencial.com/cultura/2015-01-26/arturo-manostijeras-el-quijote-de-perez-reverte-a-examen_629055/

La Guerra Civil como moda literaria

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A la venta el 23 de febrero
Publica: Clave Intelectual 

En las últimas décadas hemos asistido a una proliferación tan considerable de novelas sobre la Guerra Civil española que, sin duda, podemos calificar este fenómeno de una suerte de moda literaria. Ante este hecho, David Becerra se pregunta: ¿a qué se debe esta proliferación de títulos que parecen cuestionar el pacto de silencio y olvido de la Transición? Pero, ¿verdaderamente lo cuestionan?, ¿son novelas que reivindican la memoria histórica o, al contrario, solamente utilizan la Guerra Civil como telón de fondo? ¿Cómo nos están contando la Guerra Civil las novelas que se escriben en la actualidad? La respuesta es este libro.

Isaac Rosa, quien ha escrito el prólogo, señala que «lo valioso de este libro es que David Becerra no se ha quedado en la exclamación satírica, ni en el chascarrillo de mesa redonda, ni siquiera en el artículo académico. Tras años lamentándonos de “la guerra civil como moda literaria”, por fin tenemos un estudio riguroso que desarrolla esa idea común, y la fundamenta. Intuíamos que la Guerra Civil se había convertido en efecto en una moda, en un lugar común de editores y novelistas, en un subgénero inofensivo; y ahora llega Becerra para demostrarlo, a partir de una lectura crítica de las obras más representativas [...]. La Guerra civil como moda literariapropone un estudio riguroso de novelas que se limitan a usar la Guerra Civil como telón de fondo, escenario histórico atractivo y familiar para el lector español. Novelas que consciente o inconscientemente reproducen la versión franquista de la guerra civil –no la versión gruesa del primer franquismo, obviamente, sino la reelaboración más sofisticada que en los últimos años de la dictadura se hizo y que dio por buena la Transición-. Novelas que despolitizan y desideologizan una guerra tan politizada e ideologizada como aquella. Novelas históricas deshistorizadas –según los mandatos de una posmodernidad capitalista que Becerra sacude con dureza-. Novelas que nos mueven a la reconciliación y delimitan una memoria a corto alcance, sin reparación ni justicia».  

 


Los peces que no sabían qué era el agua

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El agua que falta de Noelia Pena (Caballo de Troya)



«Érase una vez dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de repente se toparon con un pez viejo, que los saludó y les dijo: ‘Buenos días, muchachos, ¿Cómo está el agua?’. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato hasta que uno de ellos miró al otro y le preguntó: ‘¿Qué demonios es el agua?’»
            Este breve cuento de David Foster Wallace le sirve a Noelia Pena para construir uno de sus textos –¿cuentos?, ¿reflexiones?, ¿relatos reales?... dejémoslo por el momento en textos– titulado «Elegir cómo pensar». Porque, como señala la autora, «pensar tiene que ver con esa realidad obvia», con discutir el «sentido común» constituido para construir uno nuevo, uno desde el cual redefinir lo que parece obvio –y que por su obviedad apenas nombramos. Como los peces que no sabían que era el agua, nosotros tampoco sabíamos qué era el capitalismo, y navegábamos en un mar de significantes imprecisos, hablando de crisis, de corrupción, de puertas giratorias y ladrones que se lo llevan crudo, como si no supiéramos que el agua se llama capitalismo, nombrando los elementos que lo componen, pero obviando la totalidad que los provoca.
            «‘Elegir cómo vamos a pensar’ es la tarea más difícil porque nos sitúa delante de la contingencia de una realidad que dejamos de pensar como obvia», dice Noelia Pena en El agua que falta. Tal vez la literatura –no toda, sino la que quieren intervenir sobre la realidad–  puede ayudarnos a elegir la forma de pensar. Puede que si los peces tuvieran literatura, ésta les indicaría qué es el agua. O quizá no: nosotros sí tenemos y la literatura más bien sirve para poner un velo sobre el capitalismo que vivimos, que nos construye y que nos explota. Pero hay una literatura que no se resigna y trabaja para volver a nombrarnos, para volver a nombrar la realidad que nos circunda. El agua que falta de Noelia Pena rema en esta dirección.
            Pero, ¿los textos que componen El agua que falta forman en estricto una novela? Se trata de un conjunto de textos –relatos, aforismos, versos, reflexiones, breves ensayos e incluso definiciones que imitan la forma enciclopédica– que no guardan relación aparente entre sí, que no responden a la lógica narrativa de la linealidad, que carecen de una trama unitaria y, por supuesto, de personajes. El texto además tampoco invita a ser leído según un orden convencional, de principio a fin, sino que gana en su lectura aleatoria, sorprendiendo al lector que abre el libro por cualquier página y encuentra la palabra justa, la reflexión adecuada. Se lee sin continuidad, al asalto de las páginas que se abren por azar. Sin embargo nada de esto tiene que servir para descartar que en efecto estemos ante una novela. Decía Alejo Carpentier, y acaso puede aplicarse al texto de Noelia Pena, que «todas las grandes novelas de nuestra época comenzaron por hacer exclamar al lector: “¡Esto no es una novela!”». Si el lector de El agua que falta exclama lo mismo, quizá signifique que Noelia Pena ha cumplido con su propósito. Decía Brecht que «en una sociedad como la nuestra, cuyas bases se encuentran en un proceso de transformación revolucionaria, las viejas formas incapacitan a la literatura para influir en la configuración de nuevos modos de vida». Por eso la literatura –la que pretende intervenir y transformar el mundo– tiene que buscar nuevas formas, nuevos lenguajes o, como señala Noelia Pena, «comenzar a hablar es inventar una lengua que falta». Una nueva literatura quizá constituya la manera de decirle a los peces qué es el agua, pero también ha de servir para inventar otro mundo, un agua distinta: «¿Y si no se trata de lanzarnos a un río, sino de inventarnos el agua que falta?».

***
PD: con la publicación de este libro se despide de los lectores de Caballo de Troya quien hasta el momento había sido su director literario: Constantino Bértolo. Y lo hace profanando el lugar del primer encuentro entre el lector y el autor, el espacio de la sinopsis de la contracubierta. El «editor que se va y me voy y no se ha ido (...) porque el mercado es real pero la realidad no es el mercado, déjenme que les diga que ha sido un gusto y un sueldo trabajar para ustedes». Igualmente. Fue bonito mientras duró.   

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 277 (octubre 2014), pág. 27.
 




La Central - 3 de marzo

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Presentación de La Guerra Civil como moda literaria

 
Lugar: La Central de Callao (Calle del Postigo de San Martín, 8, 28013 Madrid)
Día y hora: 3 de marzo de 2015, 19.00h

Presentarán al autor Julio Rodríguez Puértolas, Catedrático de Literatura, UAM, Ángel Basanta, crítico literario en El Cultural y Presidente de Asociación Española de Críticos Literarios (AECL), Noelia Adánez, doctora en Ciencias Políticas y miembro de Contratiempo. Modera Lourdes Lucía, editora de Clave Intelectual.


Extracto "La Guerra Civil como moda literaria"

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A Armando López Salinas, in memoriam

El mandamiento primero de la ideología literaria es:
«Hablaré de todas las formas de lucha de clases salvo
de aquella que te determina inmediatamente».
Pierre Macherey y Etienne Balibar

...ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si es que este vence.
Y ese enemigo no ha cesado de vencer.
Walter Benjamin


“Un paseo por las librerías o un simple vistazo a las listas de los libros más vendidos en España bastaría para comprobar que en las dos últimas décadas se ha producido en el ámbito de la narrativa española una proliferación considerable de novelas que versan sobre la Guerra Civil. Pero dejando de lado las impresiones, siempre intangibles e imprecisas, y respaldando nuestro estudio en la vehemencia de los datos, comprobamos que entre 1989 y 2011 se ha superado de buen grado el centenar de títulos de temática guerracivilista publicados en España. Más concretamente, y a partir de los datos que integran nuestro corpus, se ha publicado un total de 181 novelas sobre la Guerra Civil española durante el periodo acotado […].
La novela sobre la Guerra Civil española publicada en la actualidad constituye un fenómeno de lo más heterogéneo. Es de rigor atender a su diversidad formal y temática, destacar sus diferencias y acaso celebrar su pluralidad, pero también será necesario no desatender el fondo común que comparten las novelas. Porque tal vez en su fondo común daremos con la respuesta que nos tenemos que formular a continuación: ¿a qué se debe esta proliferación de títulos sobre la Guerra Civil española en la última década del siglo XX y en la primera del siglo XXI? Esta pregunta no es baladí, ya que la eclosión de títulos es ciertamente sorprendente. Acostumbrados, como estábamos, a escuchar el cacareado estribillo de la Transición, marcado por el pacto el silencio que instaba a los ciudadanos de este país a olvidar el pasado por temor a que la memoria pudiera despertar los fantasmas guerracivilistas y reabrir las viejas heridas todavía por cicatrizar, no nos puede sino llamar poderosamente la atención que de pronto irrumpan en la esfera pública una serie de discursos literarios que, al menos aparentemente, cuestionan el pacto de la Transición y optan por la narración del pasado, por convertir la memoria en materia narrativa y por reivindicar la voz de los vencidos frente a las políticas de silencio y olvido que se instauraron con los pactos de 1978. ¿Por qué, desde el ámbito narrativo, de pronto emerge una suerte de moda literaria sobre la Guerra Civil española?
Es una opinión muy extendida, tanto en la prensa cultural como en la crítica especializada, explicar este fenómeno como, en efecto, un cuestionamiento de los postulados políticos de la Transición, como un enfrentamiento al silencio y al olvido impuesto a las víctimas del conflicto bélicos nacional. En este sentido, estas novelas se suelen definir como novelas de la memoria histórica, llegando, incluso, a establecer una relación directa entre este fenómeno literario y la reivindicación de la reparación moral de las víctimas del franquismo que, desde principios del presente siglo, está realizando la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) […].

Nuestra hipótesis, sin desmerecer los enfoques anteriores, propone una perspectiva distinta y señala una dirección clara: en la matriz ideológica del capitalismo avanzado o posmoderno hallaremos la respuesta a la pregunta formulada. En primer lugar, entendemos que la vuelta al pasado que se produce en la novela española actual pone de manifiesto que nuestros novelistas han asumido que vivimos en un tiempo perfecto y cerrado, sin conflicto, interiorizando la ideología del «Fin de la Historia», y ante este presente en el que no sucede nada se hace necesario acudir a un pasado conflictivo como el de la Guerra Civil para poder escribir una novela. Pero, por otro lado, será preciso analizar el modo en que se reconstruye el pasado en estas novelas. Porque si bien el grueso de ellas comparte, como se verá, una más que loable intención de reivindicar la memoria histórica, y acaso sus autores buscan, en algunos casos, posicionarse al lado de los que salieron derrotados de la contienda, denunciando el olvido y el silencio que se impuso sobre ellos, también es cierto que, mediante su lectura, acudimos a una reconstrucción despolitizada y deshistorizada de la Historia, invitando al lector a mantener una relación complaciente con su pasado. Estas novelas, como el espejo posmoderno de Jameson, hechizan al lector por medio de sugerentes aventuras de pasión y muerte, de vidas heroicas, de ideales y de un futuro todavía por escribir. El espejo emite un destello de luz, siempre cegador, que impide al lector reconocerse en su pasado, experimentar la Historia de forma activa, al concebir el pasado como algo que le es ajeno. Pero a su vez estas novelas legitiman la concepción de que nuestro presente, por oposición al mundo al que la narración nos retrotrae, es un presente en el que no existen conflictos y en el que, en definitiva, la Historia ha alcanzado su fin. Esta concepción sobre el pasado y el presente que esta literatura alimenta tiene unas consecuencias políticas evidentes, pues no contribuyen sino a la desactivación política del lector que, a la vez que deja de reconocerse en la Historia, asume que habita en el mejor de los mundos posibles.
Por otro lado, hay que apuntar también que las novelas que sobre la Guerra Civil se escriben y publican en la actualidad participan del denominado –siguiendo el término propuesto por Elizabeth Jalin– conflicto de memorias, reflejando y reproduciendo, de forma muy nítida, las dos posiciones ideológicas que, en estos momentos, están en juego en el ámbito político nacional. En primer lugar reconocemos, analizando nuestro corpus, una serie de novelas de corte revisionista que pretenden reinstaurar los mitos de la cruzada de Franco, situando la República –en paz y en guerra– en el foco de todo conflicto. Esta revisión del pasado, que tuvo su auge durante la segunda legislatura del Partido Popular (2000-2004), y que fue incluso promocionada, a tenor de lo escrito por Francisco Espinosa Maestre en El fenómeno revisionista o los fantasmas de la derecha española, por el partido del gobierno para contrarrestar las reivindicaciones y demandas impulsadas, desde el año 2000, por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), restituyó algunas falsedades históricas construidas durante el franquismo para legitimar el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. La campaña revisionista fue tan potente que incluso su discurso se introdujo en novelas de gran tirada y firmadas por autores de prestigio intelectual, como se verá.
La otra parte del conflicto está representada por novelas que, pretendidamente progresistas y ancladas en la «falsa izquierda», que diría José Antonio Fortes, reproducen la lógica ahistoricista y despolitizada que, en el ámbito político, se puso en marcha con la popularmente conocida como Ley de la Memoria Histórica de 2007 durante la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. La Ley 52/2007, a todas luces insuficiente, no pretendía establecer una ruptura con el pasado, que pusiera fin a los privilegios de los que gozan, todavía hoy, los vencedores de la Guerra Civil, sino que perseguía, más bien, el reforzamiento del modelo de convivencia constitucional de la Transición. Un hecho que de forma muy simbólica expresa lo que recogía esta ley se detecta en la conversión del Valle de los Caídos en lugar de culto religioso que «incluirá entre sus objetivos honrar la memoria de todas las personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil de 1936-1939 y de la represión política que la siguió con objeto de profundizar el conocimiento de ese período histórico y en la exaltación de la paz y de los valores democráticos». El adjetivo todas que acompaña a las personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil legitima el relato equidistante que sitúa en el mismo nivel de responsabilidad a víctimas y verdugos, a quienes estaban al lado de la legalidad democrática y quienes se opusieron a ella por medio de un golpe de Estado. Con esta medida, se ponía en marcha una reconstrucción despolitizada del pasado, al convertir el mayor símbolo de la represión del fascismo español en un monumento de paz y democracia. Se trataba de vaciar de significado los significantes del pasado –independientemente de su color político–, borrando las huellas de la represión y de la significación histórica de los vencidos, para poder ser asumidos, institucionalizados y normalizados por la democracia. La despolitización del pasado supone una reescritura de la Historia desde un presente que, lejos de enfrentarse con los vencedores de ayer y de establecer una ruptura con el pasado, permite que los vencedores no cesen de vencer. Esta despolitización del pasado se detecta, de igual modo, y como se verá, en muchas de las novelas que sobre la Guerra Civil se escriben y publican en la actualidad. 
Por lo tanto, y como trataremos de mostrar y aun de demostrar en las siguientes páginas, la reconstrucción del pasado que se lleva a cabo en estas novelas contribuye a reforzar una concepción homogénea y lineal de la Historia. La ideología posmoderna que late en estos discursos literarios legitima la concepción de la Historia como continuidad, que solamente sirve para favorecer la perpetuación de la clase dominante en el poder. Estas novelas no cuestionan el presente, no pretenden disparar contra los relojes, como diría Benjamin, y establecer una ruptura del continuum histórico; la relación con el pasado –y, en consecuencia, con el presente– se basa en una complicidad que, en absoluto, pretende congregar a los muertos en nuestro tiempo vacío, porque no forma parte de su proyecto ideológico dinamitar o hacer pedazos el presente.”



Booktrailer "La Guerra Civil como moda literaria"

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Dirigido por David Callahan Ruiz e interpretado por Marta Prieto Bayé. Con Pitu González en la cámara.
Se registró en el Memorial Walter Benjamin de Portbou, obra del artista Dani Karavan, en febrero de 2015. Producción: Factoria Corman



Enfoque HispanTV: relaciones diplomática Cuba-EEUU

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El 27 de febrero se inició la segunda ronda de conversaciones entre USA y Cuba para restablecer sus relaciones diplomáticas. En "Enfoque" de HispanTV lo analizamos:


Entrevista en Rebelión sobre "La Guerra Civil como moda literaria" (I)

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Entrevista a David Becerra Mayor sobre "La guerra civil como moda literaria" (I)
“Son novelas donde la memoria no funciona como un instrumento de oposición al presente, sino de asimilación”



Doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, documentado editor de La mina de López Salinas y La consagración de la primavera de Carpentier, responsable de la sección de Estética y Literatura de la FIM, colaborador de La Marea, Mundo Obrero, El telégrafo y El Confidencial, autor de numerosos estudios y artículos de crítica literaria, autor del ensayo La novela de la no-ideología, David Becerra Mayor ha publicado recientemente en la editorial Clave Intelectual La guerra civil como moda literaria. En su última obra de centra nuestra conversación 
***

-Felicidades por tu nuevo libro. Permíteme unas aclaraciones previas antes de entrar propiamente en materia. ¿Qué es una moda literaria?
-Podemos medir –y definir, que es de lo me preguntas– una moda literaria desde un criterio objetivo pero también subjetivo. Objetivamente, podemos hablar de «moda literaria» cuando llega al mercado literario un tema que funciona bien en ventas, que tiene buena acogida entre el público y la crítica, y, a raíz de su éxito, empiezan a surgir epígonos. Y se comprueba que el número de epígonos, una vez recogidos y cuantificados, no es nada desdeñable. Entendemos el epígono no solamente como un libro que trata el mismo tema que aquellos otros que inician el fenómeno, sino –y aquí está la clave, en mi opinión– libros que lo tratan de la misma manera, con idénticas o parecidas estratégicas literarias. En el caso de la Guerra Civil, se trata de novelas que suelen partir de nuestro presente, siempre apacible y tranquilo, están protagonizadas por un investigador o un nieto de un combatiente de la guerra que de pronto y por casualidad descubre un asunto turbio de su pasado familiar que le obliga a remontarse a la Guerra Civil, y desde allí descubre su verdadera historia personal, etc. Si existieran muchas novelas sobre un mismo tema pero donde no fuera posible reconocer un punto en común en la forma de abordarlo en todas ellas, difícilmente podríamos hablar de «moda literaria», ya que difícilmente podríamos comprobar que estamos en efecto ante epígonos.
Hay que añadir también que, a su vez, las modas literarias vienen acompañadas de reediciones de novelas clásicas –y no tan clásicas– que tratan el mismo tema para satisfacer un mercado literario ávido de novelas sobre el tema en cuestión. En nuestro caso, hemos podido comprobar que, cuando se constituye esta moda literaria sobre la Guerra Civil, empiezan a reeditarse textos que hacía tiempo que habían dejado de editarse. En estos años se vuelve a editar a Max Aub, a Chaves Nogales o a Juan Iturralde, entre otros, pero también se produce un revival fascista que vuelve a poner de actualidad autores que provienen del bando de los vencedores como Foxá o Sánchez Mazas, verdadero protagonista de Soldados de Salamina de Javier Cercas, dicho sea de paso.
Pero decía que también hay un criterio subjetivo para medir una moda literaria. Y se reconoce en el hartazgo que llega a generar un tema, cuando la moda empieza a agotarse. Es muy sintomático que algunos de los autores que escriben novelas sobre la Guerra Civil y, en consecuencia, han contribuido a la existencia de este fenómeno, han empezado a afirmar, en entrevistas que concedieron cuando publicaron sus novelas sobre la Guerra Civil, que en realidad las suyas no eran novelas sobre la Guerra Civil sino sobre dilemas morales, porque estaban hartos de la guerra, un tema agotador, en su opinión. Este intento de desvincularse de «la novela sobre la Guerra Civil» constata dos cosas: que ha existido una moda y que ha llegado, o está llegando, a su agotamiento.
-Me salgo un poco de tema. Hablabas de Max Aub. En El cura y los mandarines Gregorio Morán habla maravillas de su obra. ¿Esa es también tu opinión?
-Me interesa mucho Max Aub. Trabajé a fondo su obra hace unos años y una de las conclusiones a las que pude llegar fue que no podemos analizar la obra de Max Aub –en estricto la de ningún autor, pero en el caso de Aub es evidente– como si fuera homogénea, porque poco tiene que ver el Max Aub que vive y escribe bajo una guerra, que el que lo hace durante los primeros años en el exilio, que además entiende como una situación transitoria (no es casualidad que la revista que funda y dirige en México se titule Sala de espera), que el Max Aub que observa cómo España se incorpora al bloque capitalista, entrando a formar parte de sus organismos internacionales, y desde entonces no puede sino concebir que su exilio ya no es transitorio, sino que va de durar mucho tiempo. La obra de Aub se va transformando a medida que va cambiando su situación personal, que a su vez cambia a medida que se va modificando la situación política española e internacional. Entre todos esos Max Aub hay algunos que me interesan más y otros menos. Pero, a grandes rasgos, coincido con Morán. Aub es un autor que conviene leerlo, analizarlo, trabajarlo. Creo, además, que hay que destacar la labor de recuperación de su obra que ha emprendido la fundación que lleva su nombre; pero queda mucho por hacer, ya que hay mucha memoria literaria pendiente todavía de rescatar.
-A la llamada guerra civil, ¿debemos seguir llamándola guerra civil?
-Convendría llamarla de otra manera, sin duda. Por dos razones: una social y otra nacional. La primera, porque el adjetivo «civil» desplaza otro concepto que seguramente es más apropiado para describir lo que ocurrió en España entre 1936 y 1939, como es «guerra de clases». La Guerra Civil –lo que denominamos «Guerra Civil»– no fue sino la consecuencia de un golpe de Estado que dio el bloque histórico dominante para poner fin a una «República democrática de trabajadores de toda clase» (como se dice en la Constitución republicana), democráticamente electa por el pueblo español. Por miedo a perder sus privilegios de clase, se levanta en armas contra la República para recuperar una posición social e ideológica dominante que empezaba a estar en retroceso. La Guerra Civil y el franquismo fue su instrumento para contener su pérdida de hegemonía.
El segundo motivo por el cual no deberíamos seguir llamado «Guerra Civil» a la Guerra Civil es porque en ella no sólo participan como fuerzas beligerantes ejércitos de un mismo país con intereses contrapuestos. En la Guerra de España participan, a pesar del Pacto de No Intervención, fuerzas extranjeras desde el inicio mismo de la guerra. El nazi-fascismo europeo, Alemana e Italia, no respetan el pacto firmado y entran en escena para dar apoyo militar al bando franquista; después, como consecuencia, la URSS también decide participar en defensa de la República, como respuesta a la pasividad de las potencias democráticas burguesas que, a pesar de la intervención de nazis y fascistas, decidieron mantenerse en un segundo plano. En este sentido –y hay historiadores que así lo apuntan- la Guerra Civil no sería tanto una guerra civil como una primera batalla de la posterior Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el concepto «Guerra Civil» está tan fijado que, aunque no describe con exactitud las dimensiones de la guerra, seguramente resulta muy difícil poner en circulación un concepto más adecuado para definir este momento histórico.
-¿Y por qué la guerra civil, a la que no deberíamos llamar “guerra civil”, se ha convertido en una moda literaria? ¿Quién inauguró esa moda?
-¿Quién inauguró la moda? No me atrevería a señalar a alguien en concreto, porque realmente no lo hay: no creo en la idea de que hay un genio que inventa algo que funciona y el resto lo imita. Creo que es más importante acudir al contexto histórico y ver qué estaba pasando en España en esos años, que favoreciera este fenómeno literario. Sin embargo, si tuviéramos que buscar al «dogmatizador de una secta tan mala», como se dice en el escrutinio del capítulo VI de El Quijote, creo que lo encontraríamos entre los autores que publican entre 2001 y 2004. Entre esos años se publican las novelas más celebradas –y también vendidas– sobre la Guerra Civil: La voz dormida, Soldados de Salamina y Los girasoles ciegos. El hecho de que esas tres novelas funcionen, y funcionen tan bien, hace que los epígonos lleguen poco después (aunque el fenómeno venía arrancando desde algunos años antes).
Pero, insisto, hay que acudir al contexto y comprobar el modo en que intervienen varios factores en la constitución del fenómeno. El primero ya lo hemos dicho: la fórmula funciona comercialmente hablando y el modelo se imita. Pero para que funcione tiene que existir un receptor que demande esos productos. Y de ahí que la pregunta sea tan pertinente: ¿qué sucede en España, después del cacareado estribillo de la Transición, con su pacto de olvido y de silencio, para que de pronto empiecen a ocupar las estanterías de las librerías novelas sobre la Guerra Civil? Que este fenómeno exista –y funcione– significa que en la sociedad española tienen que haber ocurrido cosas, que no es sólo por seguir una moda el motivo por el cual los lectores empiezan a demandar novelas sobre la Guerra Civil. Significa que lo que funcionó en la transición ya no funciona en nuestros días. Una sociedad no puede vivir eternamente en la amnesia, en el silencio, siempre mirando al futuro, hacia delante. Una sociedad no puede vivir con el miedo de Lot, pensando que si mira hacia atrás se convertirá en estatua de sal. La sociedad española ha empezado a mirar al pasado porque quiere entender su Historia. Un síntoma del cambio de mentalidad de la sociedad se localiza en la fundación, en el año 2000, de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), y en su labor realizada, y en su lucha. Que siete años más tarde surja una Ley de la Memoria Histórica, aunque claramente insuficiente, significa que la Historia vuelve a formar parte de la agenda política. Y, en consecuencia, la sociedad empieza a demandar información sobre el pasado, y acaso pretende encontrarla en las novelas.
-Te preguntaré por alguna de las novelas que has citado más tarde. ¿Y es malo que sea así, que haya irrumpido esa moda? Añado otra pregunta: ¿desde qué punto de vista, en qué coordenadas estético-políticas te sitúas en tu análisis?
-No, por sí mismo no es malo. De hecho, el fenómeno anuncia que la sociedad se ha interesado por su pasado e, incluso, que la sociedad quiere comprometerse con su pasado. El problema es que estas novelas no pueden satisfacer al lector que quiera relacionarse activamente con su pasado, porque estas novelas no resuelven nada. O mejor dicho: resuelven imaginaria o simbólicamente la forma que tiene la sociedad de relacionarse con el pasado. Porque son novelas donde la memoria no funciona como un instrumento de oposición al presente, sino de asimilación. Con estas novelas no se trata de traer al presente el pasado para que, una vez conocido el pasado, podamos cuestionar el presente (que es heredero de ese pasado); con estas novelas sólo se busca normalizar o asimilar que aquello ocurrió, pero nunca cuestionar el modo en que nuestro presente está construido desde las cenizas de aquella guerra.
En el libro utilizo dos metáforas para explicar cómo se reconstruye el pasado en estas novelas: una de Walter Benjamin y otra de Fredric Jameson. La primera tiene que ver con el ángel de la Historia que protagoniza la tesis VI de las Tesis sobre la Historia de Benjamin. Un ángel sobrevuela la Historia y la observa; cuando quiere detenerse en las ruinas para observarlas de cerca, un viento huracanado le impide detenerse y le empuja hacia delante. A nuestros novelistas les sucede un poco lo mismo que le sucede al ángel.
-¿Qué les sucede?
-La clase dominante no quiere que su posición de clase se explique desde los muertos que provocó su asalto al poder. Por eso es mejor no detenerse a mirar las ruinas, porque allí se encontrarán los muertos que la clase dominante dejó por el camino para ascender al poder. Comprometerse con el pasado significa tener voluntad de detenerse en las ruinas para entender cómo nuestro presente no es sino la versión de un pasado victorioso. Las novelas que analizo en el libro nunca cuestionan este continuum entre el pasado de la Guerra Civil y nuestro presente, en cómo nuestro hoy es heredero de aquel pasado.
La segunda metáfora la tomo, como decía, de Jameson. Estas novelas son como el espejo reluciente del que hablaba el crítico estadounidense en La posmodernidad o la lógica del capitalismo avanzado, un espejo al que nos miramos para vernos reflejados, pero cuando nos vamos a mirar sale del espejo un destello de luz cegadora que no sólo nos impide reconocer nuestro rostro sino que además nos hechiza. Como nos hechizan estas historias de aventuras de pasión y muerte, de vidas heroicas, de ideales y de un futuro todavía por escribir. Estas novelas le impiden al lector reconocerse en su pasado, experimentar la Historia de forma activa, al concebir el pasado como algo que le es ajeno, que es atractivo, sugerente para una trama, pero no el lugar donde se encuentran los muertos sobre los que edifica el presente.
Creo que con estas dos referencias respondo, al menos sucintamente, en qué coordenadas me sitúo y sitúo mi punto de partida para llevar a cabo la investigación.
-Y no generalizas, apresuradamente por decirlo en términos clásicos, cuando hablas de novelistas, de las novelas. No sería mejor hablar de algunas novelas, de muchas novelistas, etc.
-Ahora lo estoy haciendo, tienes razón. Pero en el libro no generalizo ni compongo un discurso abstracto, sino que hago descender la teoría a la práctica, analizo obras muy concretas y hago un análisis muy apegado al texto, precisamente para no caer en una suerte de impugnación teórica que luego habría que ver si en la lectura real funciona. Uno de mis objetivos, al redactar el libro, era no caer en la elucubración teórica sin más. Por ello, todo lo que digo queda demostrado mediante una confrontación de la teoría con textos extraídos de novelas concretas. Hay mucho de comentario de texto –bien entendido– en este libro.
-Por lo demás, tu nuevo libro, que ya sé que no es una novela, ¿no sería un ejemplo más que, paradójicamente, abonaría esa moda literaria-ensayística?
-Si así fuera, me habría salido el tiro por la culata. Porque lo que se propone este libro es cuestionar cómo se nos está contando la Guerra Civil, no seguir reproduciendo el mismo esquema estético e ideológico que nos hace creer que 1) vivimos en el mejor de los mundos posibles y que, en consecuencia, 2) acudimos a la Guerra Civil para armar una trama atractiva, en un pasado que, a diferencia del presente, hay conflictos que pueden alimentar muy bien una trama, servir como un interesante material novelístico. Frente a la noción débil de memoria que plantean estas novelas, en el libro se reivindica la necesidad de concebir la memoria como un arma política –valga decir: revolucionaria– para hacer añicos el presente. La memoria como oposición, no como asimilación; no para resolver simbólicamente las contradicciones, sino para hacerlas estallar. Solamente mediante una utilización revolucionaria (benjaminiana) de la memoria será posible una ruptura radical con el pasado del cual nuestro presente sigue siendo heredero. Creo que, como decía Walter Benjamin, tenemos que disparar contra los relojes para detener el continuum histórico que solamente privilegia a la clase dominante. Este era mi objetivo cuando redacté La Guerra Civil como moda literaria. Sin embargo, las novelas que en el libro analizo, más que disparar contra los relojes, parece que les dan cuerda.
-No te pregunto por el prólogo pero sí por el prologuista. ¿Por qué tu elección por Isaac Rosa?
-Creo que tiene mucho sentido que Isaac Rosa escriba el prólogo de este ensayo, porque muchas de las cuestiones que se plantean en mi libro, Isaac Rosa las había trabajado novelísticamente; y muchas de las estrategias, tanto estética como ideológicas, que se ponen en funcionamiento en muchas de las novelas sobre la Guerra Civil y que en este ensayo se cuestionan, Isaac Rosa las había cuestionado también desde el género desde el que trabaja: la novela. Tanto El vano ayer como ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! comparten con mi ensayo –o mi ensayo comparte con ellas– una idéntica voluntad de exigir otro tipo de memoria, menos blanda que la que proponen las novelas que sobre la Guerra Civil se escriben en la actualidad, una memoria que de verdad busque convocar a los muertos a este presente para transformarlo.
-Insisto en esto que señalas. Y ese menos blanda, esa mayor dureza que pareces pedir-exigir, ¿en qué podría consistir? ¿No hay ninguna novela escrita con esa no blandura que demandas?
-No hay ninguna novela que plantee la necesidad de la ruptura a través de la memoria, pero, y agradezco mucho esta pregunta, pues me permite matizar mis palabras, hay distintos niveles entre las novelas que forman parte del corpus. Evidentemente, no es igual el modo en que, por ejemplo, se reconstruye la Guerra Civil en las obras de Josefina Aldecoa, Almudena Grandes, Dulce Chacón o Alberto Méndez, donde hay una voluntad de rescatar del olvido ciertos episodios de nuestra Historia, silenciados, con la de otros como Manuel Maristany, Antonio Muñoz Molina o Andrés Trapiello que, consciente o inconscientemente, reproducen lo que Southworth denominó el mito de la cruzada de Franco; o Javier Cercas que, desde una posición teórica posestructuralista y por medio de un elogio de la opacidad, duda de todo testimonio, de toda memoria, porque considera que el testimonio, más que producir un discurso histórico, produce un discurso narrativo y, por consiguiente, se acerca más a la ficción que a la verdad. Hay memorias más blandas y otras más fuertes, pero difícilmente podemos encontrar una memoria de oposición en estas novelas.
-Aparte de la bibliografía (¡25 páginas!), tu libro está estructurado en tres partes, una coda más un anexo. Empiezo si te parece por la primera parte: “El boom de la memoria”. Comentas que al margen de la literatura escrita en catalán, euskera o gallego, se han publicado 181 novelas sobre la guerra civil española entre 1989 y 2011, es decir, durante 22 años, 8,2 novelas por año, unas 2 por trimestre, no llega a una por mes. ¿Son muchas en tu opinión?
-El problema es que cuando se hacen medias no se aprecia bien cuál es la tendencia, y se hace imposible ver el recorrido y los altibajos que tiene el fenómeno. Dicho así, 2 por trimestre, menos de una al mes, parece poco, sin duda; pero hay que tener en cuenta que es un fenómeno que se va construyendo poco a poco y que los números de libros publicados, cuando el fenómeno todavía es incipiente, hace bajar mucho la media. Observemos que solamente en 2010 he podido recoger 17 novelas publicadas (es el punto más álgido), o en 2004, fecha que antes señalábamos, son 14 las novelas que se publican. Son más de una al mes en ambos casos. No obstante, podemos entrar a valorar si son muchas novelas, o no, pero como sé que los adjetivos «muchas» o «pocas» carecen de valor científico, por su indeterminación, lo que me interesaba era observar la tendencia in crescendo de novelas que sobre la Guerra Civil se publicaban, y cómo a partir de cierto momento empieza a crecer el número de novelas que se editan, en comparación con los años anteriores. Soy consciente –y así lo reconozco en el libro– de que es probable que, aunque era mi intención inicial recoger el mayor número de novelas –incluso todas– que trataban sobre la Guerra Civil, e incluso la búsqueda en algunas fases del trabajo de investigación fue obsesiva, el corpus (como cualquier corpus) es seguramente incompleto y seguramente habrá novelas que no habrán sido recogidas; no obstante, la recopilación es abundante y nos permite al menos inferir cuál es la tendencia.
-De hecho, lo señalas en la página 32, entre 1975 y 1995 se publicaron 1.848 libros sobre la Guerra Civil. No sé cuántos de estos libros fueron novelas, pero parece que el tema interesó aún más en aquellos primeros 20 años tras la muerte del dictador golpista. ¿No es un pelín sorprendente teniendo en cuenta el pacto de silencio del que suele hablarse, con razón y con frecuencia?
-El dato lo extraigo, como así aparece referido en el libro, de un artículo de María del Rosario Ruiz Franco y de Sergio Riesco Roche («Veinte años de producción histórica sobre la guerra civil española (1975-1995): una aproximación bibliométrica», Revista española de documentación científica, vol. 22, nº 2 (1999), pp. 174-197). En este artículo se recogen no sólo libros ensayísticos sobre la Guerra Civil, sino también artículos publicados en revistas académicas y en otras publicaciones periódicas. En ningún caso se recogen novelas.
-Lo siento. Perdona mi torpeza
-Y no son sólo libros publicados en España, también en el extranjero. En cualquier caso, esta información es relevante porque nos permite observar que el fenómeno no sólo es literario, también hay un interés por la Guerra Civil desde otros ámbitos, como es el ensayo o el cine. Tengo la sensación de que la novela llega un poco tarde, que el interés que suscita la Guerra Civil dentro del ámbito académico es mucho anterior al que despierta al conjunto de la sociedad y, más tarde, a nuestros novelistas.
-Y en cuanto a poemarios, ¿se han publicado muchos poemarios centrados en nuestra llamada guerra civil?
-La poesía no formaba parte de mi objeto de estudio. No lo he estudiado en profundidad y por ello no me siento autorizado para sacar conclusiones ni para darte una respuesta definitiva. Gracias a conversaciones que tengo habitualmente con Alberto García Teresa, poeta y crítico literario, autor de un ensayo imprescindible titulado Poesía de la conciencia crítica, sé que existen poemas concretos, escritos en la actualidad, donde se habla de la Guerra Civil, pero no tengo constancia –lo cual no quiere decir que no exista– de la existencia de poemarios cuyo núcleo temático sea exclusivamente la Guerra Civil. Evidentemente, hubo mucha poesía escrita en el frente, pero no creo que, en la actualidad, existan poemarios que se retrotraigan a la Guerra Civil. Sí se han recopilado en un solo volumen, en una magnífica edición de César de Vicente Hernando para la colección «Nuestros clásicos» de Akal, la poesía producida durante la contienda, pero no sé si la Guerra Civil nutre la poesía actual en la misma medida en que ha nutrido la literatura y el cine.
-¿Hay algún novelista que tú consideres importante que no haya publicado su novela sobre nuestra guerra?
-Curiosamente, a excepción de Isaac Rosa, los novelistas que podemos denominar críticos o disidentes en la actualidad, no han escrito sobre la Guerra Civil española. Y quizá este hecho sea significativo. Estamos dejando que el relato sobre la Guerra Civil lo escriban aquellos escritores que en otro lugar he denominado novelistas de la no-ideología, autores cuyas novelas interpretan todo conflicto desde lo individual y nunca desde lo político. En consecuencia, tenemos estas novelas tan despolitizadas sobre un episodio histórico tan politizado como fue la Guerra Civil. Dice Isaac Rosa en el prólogo que, a pesar de tantas novelas que se han escrito, todavía seguimos esperando la gran novela sobre la Guerra Civil. Estoy seguro que si alguno de nuestros autores disidentes, como puede ser, por ejemplo, Belén Gopegui –que además en su ensayo Rompiendo algo tiene reflexiones muy acertadas y pertinentes sobre la Guerra Civil y su literatura– se pusiera a escribir una novela sobre la Guerra Civil, seguramente sería capaz de escribir por fin una novela que haga de la Guerra Civil no un escenario o telón de fondo –que es lo que hacen las novelas que analizo– sino un lugar histórico de enormes conflictos sociales y políticos que no pueden sino resolverse desde lo político y lo social.
-¿Y en otros países? ¿Ha habido autores importantes que hayan escrito sobre nuestra guerra?
-Sí, y no sólo novelas. Pensemos por ejemplo en la película de Ken Loach, Tierra y libertad. En el corpus, para delimitar el objeto de estudio, sólo introduje novelas escritas por escritores españoles (de lo contrario, temía que se me fuera de las manos y, de inabarcable, se me volviera resbaladizo). Pero añadí una excepción: la del mexicano Jordi Soler, autor de Los rojos de ultramar. De entre todas las novelas leídas y analizadas, es una de las que más me interesó, sobre todo porque en ella, si bien tampoco se pone en funcionamiento una noción revolucionaria (rupturista) de memoria, sí se denuncia claramente la amnesia de la sociedad española (y también europea). Hay dos escenas en la novela que son sumamente interesantes. En la primera tenemos al protagonista, homónimo de su autor, impartiendo una conferencia sobre Teotihuacán en la Universidad Complutense de Madrid. Al poco de iniciar la conferencia, un estudiante alza la mano y le pregunta por qué siendo mexicano tiene un nombre tan catalán. Entonces, les habla de la guerra y el exilio y observa cómo el silencio que se impuso en la Transición ha convertido la Guerra Civil en un episodio lejano que en nada se relaciona con el presente. La segunda escena se produce en la playa de Argelès-sur-Mer, donde descubre que la huella de los refugiados españoles –entre ellos, su padre– ha sido borrada de la localidad francesa, que el mismo lugar donde ahora se broncean los turistas fue un campo de refugiados donde murieron muchos españoles republicanos que iniciaron el exilio tras la derrota de la República en la Guerra Civil. La amnesia no es, pues, algo exclusivo de la sociedad española.
-Allí, en Argelès, nació un amigo mío, Eduard Rodríguez Farré, un gran científico republicano e internacionalista. No me voy. Las novelas que has analizado, las muchas novelas que has estudiado, ¿están bien documentadas históricamente?
-Hay errores en muchas de ellas, algunos de bulto, otros menores, y señalo algunos en el libro. Aunque tampoco era ese el objetivo. Creo que más interesante que señalar algunas inexactitudes era analizar cómo se nos cuenta la guerra, cómo se despolitiza, cómo siguen perpetuándose algunos mitos de la cruzada de Franco en la novela española actual, etc. No obstante, si el lector curioso quiere ver los errores históricos de algunas novelas, le remito a un artículo que publiqué con Julio Rodríguez Puértolas en República de las Letras (nº 120, págs. 37-70), donde nos aproximamos críticamente a La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina, y señalamos algunas de sus inexactitudes: el protagonista pasa por hoteles que todavía no se habían construido, lee novelas que todavía no se habían traducido, se citan frases célebres que todavía no se habían pronunciado, etc.
-Una curiosidad, ¿algunas de ellas toma la figura de Juan Negrín como eje central?
-Precisamente en La noche de los tiempos de Muñoz Molina Juan Negrín aparece constantemente, representando un papel de actor secundario en la trama novelística. Pero, como sucede en el grueso de estas novelas, se elimina su dimensión histórica. Negrín aparece en la novela de Muñoz Molina como un republicano burgués que cree en una tercera España y que, igual que Ignacio Abel, el protagonista, y que el propio Muñoz Molina, señala el potencial golpista tanto de fascistas como de comunistas, situándolos en una simétrica posición de responsabilidad respecto a la guerra que habría de venir. Y, no sé si por esta razón, que acaso tampoco se ajuste mucho al personaje histórico, la novela describe a Negrín como un gordo que siempre anda comiendo gambas y jamón por las terrazas de Madrid.
Debe ser por eso porque Negrín fue otra cosa muy distinta.
-Estas novelas, te cito textualmente (página 36), “legitiman la concepción de que nuestro presente, por oposición al mundo al que la narración nos retrotrae, es un presente en el que no existen conflictos y en el que, en definitiva, la Historia ha alcanzado su fin”. ¿Nos das algún ejemplo? ¿Todas esas novelas abonan esa cosmovisión? ¿No hay excepciones?
-Sí, así es. Me explico: Almudena Grandes en su Inés y la alegría, una novela que persigue el loable objetivo de rescatar del olvido la hazaña de quienes combatieron en la llamada «Operación Reconquista» (la frustrada invasión de Arán por parte del ejército de la UNE durante el mes de octubre de 1944), nos dice en el epílogo de la novela que se ha «permitido el lujo de evocarla [esta historia]» ya que vive en un presente «aburrido y democrático». ¡Qué transparente es a veces el inconsciente ideológico! La autora nos está diciendo aquí que habla del pasado no como una urgencia para cambiar el presente, sino como un privilegio, ya que escribe desde un presente que no es preciso ser cambiado. Lo mismo ocurre, por ejemplo, en otra novela de Muñoz Molina, El jinete polaco, que después de que los protagonistas descubran su pasado, cómo fue la guerra en su pueblo, Mágina, vuelven a vivir plácidamente en un presente apacible, acostándose de nuevo en su pacífica habitación de hotel de la ciudad de Nueva York. Hay más ejemplo, pero creo que estos dos son muy significativos.
Al leer estas novelas, no sólo estas referidas, sino muchas otras, no se puede tener sino la sensación de que estos autores han asumido que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que han interiorizado que, como dicta la ideología dominante, nuestra sociedad es aconflictiva y si, como decía Bajtin, sin conflicto no hay novela, estos autores necesitan acudir a un pasado conflictivo, como es la Guerra Civil, para poder armar una trama. Nuestro presente es aconflicto por oposición a lo narrado.
-Hablas también de novelas pretendidamente progresistas, ancladas en la falsa izquierda, que reproducen la lógica ahistoricista y despolitizada de la ley de 2007. ¿Falsa izquierda a quién refiere? ¿No hay, por lo demás, en esa tesis o comentario una relación demasiado mecánica entre el espacio político y la creación artística?
-El concepto de «falsa izquierda» lo tomo del ensayo de José Antonio Fortes, La guerra literaria (literatura y falsa izquierda), donde el profesor de la Universidad de Granada pasa revista a los autores que, aparentemente progresistas, no reproducen sino ideología dominante en sus textos. Los dos autores citados en la respuesta anterior pueden ser un ejemplo de ello. Por lo demás, como señalas, sus planteamientos son muy parecidos a los que planteaba la, a todas luces insuficiente, Ley de Memoria Histórica que propuso Zapatero en 2007, que en ningún caso pretendía cuestionar un presente que es heredero de un pasado vencedor, sino que se conformaba con reconocer y asimilar a los vencidos sin cuestionar a quienes ostentan hoy el poder, un poder labrado en la guerra y la dictadura, un poder que está manchado de sangre. La conversión del Valle de los Caídos en lugar de culto religioso donde « honrar la memoria de todas las personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil de 1936-1939 y de la represión política que la siguió con objeto de profundizar el conocimiento de ese período histórico y en la exaltación de la paz y de los valores democráticos» es un objetivo muy poco ambicioso y, sobre todo, nada rupturista. Por varias razones: ¿todas las personas fallecidas? ¿fallecidas? ¿no sería mejor hablar de asesinadas? Y, ¿tienen que ser todas: víctimas y verdugos por igual? ¿El lugar de la represión puede convertirse en exaltación de la paz y los valores democráticos? ¿No debería serlo del horror? Esta despolitización está también presente en muchas novelas, que no buscan cuestionar el presente, sino más bien apuntalarlo, cerrar definitivamente las heridas, pero sin reconocer quién abrió esas heridas.
¿Establecer esta relación es mecanicista? He tratado de rehuir el mecanicismo constantemente a lo largo del ensayo; sin embargo, a veces, cuando se señalan fechas, cuando se observa que lo que plantean las novelas también está planteado políticamente, puede parecer mecanicista, pero no creo que lo sea. Creo que estas novelas en realidad trasladan lo que Elizabeth Jalin denominó «conflicto de memorias»: el mismo conflicto que se da en la sociedad se pone en marcha en las novelas.
-Hablas de novelas que contribuyen a reforzar una concepción homogénea y lineal de la Historia. ¿Qué concepción es esa? ¿Cuándo abonamos una concepción con estos atributos?
-Creo que esta pregunta te la he ido respondiendo a lo largo de la entrevista. Se trata de romper el continuum histórico, de disparar contra los relojes, de permitir que el ángel se detenga en el lugar donde se encuentran las ruinas, los muertos en las cunetas, para convocarlos a este aquí y ahora para hacer añicos el presente. Esta es la reivindicación de una memoria revolucionaria que persigo con el libro, una concepción que entra en oposición con una noción dominante de memoria, que es la que se pone en juego en estas novelas, que no tienen la más mínima intención de cuestionar nuestro presente, porque han asumido que es perfecto, aconflictivo y por ende no conviene cambiarlo; y porque son incapaces de ver –o de mostrar- que este presente no es sino resultado de una derrota, la derrota republicana en la Guerra Civil y, en consecuencia, de una victoria, la victoria del fascismo que sirvió como «Estado de sitio» del capitalismo, que necesitó acudir al fascismo para poder implantarse con todas las garantías en España. Estas novelas refuerzan la concepción homogénea y lineal porque no nos recuerdan que nuestro hoy carga con muchos muertos, porque no se detienen en los momentos de ruptura.
-Mil gracias. ¿Abuso de ti si sigo preguntándote sobre otras aristas y nudos de tu libro?
Muchas gracias a ti por la lectura tan atenta que has realizado del libro. Es un placer conversar contigo, Salvador. Quedo a la orden, y a tu entera disposición para seguir con el diálogo.
-De acuerdo y muchas gracias de nuevo por tus más que generosas posibles. Y, desde luego, nos ordenaremos obedeciéndonos.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=195853

Entrevista en Rebelión sobre "La Guerra Civil como moda literaria" (II)

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Entrevista a David Becerra Mayor sobre "La guerra civil como moda literaria" (II)
“La memoria, en un sentido políticamente fuerte, tiene que ser un instrumento de oposición al presente”



Doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, documentado editor de La mina de López Salinas y La consagración de la primavera de Carpentier, responsable de la sección de Estética y Literatura de la FIM, colaborador de La Marea, Mundo Obrero, El telégrafo y El Confidencial, autor de numerosos estudios y artículos de crítica literaria, autor del ensayo La novela de la no-ideología, David Becerra Mayor ha publicado recientemente en la editorial Clave Intelectual La guerra civil como moda literaria. En su última obra de centra nuestra conversación

***
Continuamos si te parece. Creo que habéis presentado el libro en Madrid. No estuviste mal acompañado -Julio Rodríguez Puértolas, Ángel Basanta, Noelia Adánez y Lourdes Lucía. ¿Qué tal fue?
Fue muy bien, gracias. La verdad es que sí, estuve y me sentí muy bien acompañado. Todo un privilegio poder conversar con Julio, Ángel, Noelia y Lourdes sobre el libro. Y también con el público que acudió al acto. Nos recibieron muy bien.
La presentación fue el 3 de marzo, 39 años después de los asesinatos de Vitoria. ¿Casualidad o fecha buscada? ¿Una forma de enlazar pasado y presente?
Fue casualidad. Fue la fecha que nos propuso la librería, La Central de Callao, y nosotros la aceptamos. Otro episodio histórico, otro más, sobre el que valdría la pena detenerse seriamente...
De acuerdo, tienes mucha razón. Una novela que estoy leyendo toma lo que pasó como eje central y enlaza con nuestro presente. Estábamos en el capítulo II del libro: “La vuelta al pasado: un fenómeno posmoderno”. Cuando hablas de posmodernismo, ¿a qué te refieres? ¿Qué es el posmodernismo para ti? Tú mismo citas a Harvey cuando afirma que nadie se pone de acuerdo con la definición de este término.
Es la primera advertencia que se hace en el libro. Hablar de posmodernidad es, desde el comienzo mismo, complicado. A pesar de ser un concepto que se difundió rápidamente, y que incluso ha pasado a formar parte de la lengua cotidiana, no está muy claro de qué hablamos cuando hablamos de posmodernidad. Por eso, antes de asumir el riesgo de hablar de posmodernidad, tuve la precaución de fijar el sentido que se le iba a dar a lo largo de las páginas del libro al término «posmodernidad». Y, en el ensayo, partimos de la definición que le dio Fredric Jameson, esto es, como la lógica cultural del capitalismo avanzado.
¿Y qué lógica cultural singular es esa? ¿Capitalismo avanzado? ¿Por qué avanzado?
Jameson se enfrenta a las teorías que sobre la posmodernidad circulaban a principios de los ochenta, que reducían el concepto a una modalidad estética, afirmando que la posmodernidad no era sino la cara más estrambótica de la modernidad. Jameson acierta en señalar que la posmodernidad no supone un cambio estético sin más, sino que es un cambio radical en la forma de concebir el mundo y de concebirnos en el mundo; una concepción que deriva directamente de la nueva fase en la que ha entrado el capitalismo. Ernest Mandel denominó esta nueva etapa capitalista como capitalismo tardío; y en Jameson lo encontramos referido como capitalismo avanzado. ¿Por qué avanzado?, me preguntas. Por la traducción. En realidad, Jameson hablaba–y así aparecía en su conferencia- de «late capitalism», que se ha traducido como «capitalismo avanzado», pero se podría haber traducido –quizá más exitosamente- como «capitalismo tardío», que es como en inglés se tradujo el ensayo de Mandel: Late capitalism (en castellano: Capitalismo tardío). Sea como fuere, y más allá del «traduttore, traditore», y yendo a la singularidad sobre la que preguntabas, el capitalismo –digámoslo así- avanzado se caracteriza por el hecho de que, a medida que va eliminando sus antinomias, se va totalizando, se va convirtiendo en sistema-mundo; a medida que esto ocurre, digo, se va constituyendo asimismo la idea de que se trata del mejor de los mundos posibles, de que no hay una alternativa mejor. El capitalismo se vuelve más hegemónico que nunca. El capitalismo alcanza el conjunto del planeta, llega donde nunca antes había llegado, y como dice Jameson –como así se lo atribuye Anderson- se satura cada poro del mundo por el suero del capital.
Pero, ¿no hay aquí una cierta contradicción? ¡Pues vaya saturación es esa! Bolivia, Ecuador, el zapatismo que sigue tan vivo como hace 20 años, Venezuela plantando cara, victoria popular en Grecia,… ¿No hay resistencias insumisas e invisibles que diría Luis Martín Cabrera?
Claro, las cosas están cambiando. Piensa que cuando se formula la teoría de la posmodernidad, la URSS está en vías de descomposición. Y, una vez caído el muro en 1989 y en 1991 cae la URSS definitivamente, el capitalismo ya se ha extendido a lo largo y ancho del planeta. Y satura todos sus poros. Ahora bien, que se hayan aniquilado las viejas antinomias, que se hayan deshecho de sus antiguos enemigos, no significa que no vayan a salir de nuevos. En 1989, cuando el neoliberalismo está descorchando botellas celebrando y proclamando el «Fin de la Historia», en Caracas la Historia seguía su curso; en Venezuela se estaba plantando la primera semilla de lo que después fue el proceso revolucionario bolivariano y el socialismo del siglo XXI. El neoliberalismo es hegemónico, sí, pero eso no significa que su política de ajustes y su condena a la pobreza y la exclusión social a buena parte de la población mundial no vaya a tener consecuencias políticas, respuestas articuladas en torno a la transformación y la emancipación social. Claro que hay resistencias insumisas e invisibles –por seguir con la terminología de Luis Martín Cabrera-, y en algún momento esas luchas tendrán que tensar y hacer estallar las contradicciones del capitalismo.
Hablas también de las tesis de Fukuyama sobre el fin de la Historia. Pero, ¿alguien se cree a estas alturas de la historia reciente que lo único que nos queda, que lo único a lo que podemos aspirar es al capitalismo liberal?
Parece mentira, pero sí, nuestros novelistas se lo creen. Y acaso también el grueso de la sociedad que todavía se resiste al cambio, que tiene miedo al cambio. Lo que el thatcherismo denominó TINA ( There is no alternative) es lo que cohesiona la sociedad; el pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que no hay una alternativa mejor porque, dentro de lo que cabe, no estamos tan mal. La resignación. Nos han convertido en ciudadanos resignados, sin esperanza, sin horizonte, apáticos en lo político. Este discurso inmovilizador está muy presente en estas novelas, que no se plantean ni una sola crítica –creo que ya hablamos de ello en nuestra conversación anterior- al presente que habitan, un presente apacible, «aburrido y democrático». Pero, quién sabe, quizá estamos ya cambiando y poco a poco vamos a dejar de asumir que no hay alternativa. Quizá la literatura también lo asuma y narrativice nuestro presente y nuestro pasado de otra manera.
Pero no generalizas en exceso... Nuestros novelistas, dices, se lo creen. Alberto Méndez, por ejemplo, te lo puedo asegurar, no se lo creía en absoluto.
Hay excepciones, claro. No muchas, pero las hay, y la de Alberto Méndez que mencionas es una de ellas. Pero te garantizo que en el libro no generalizo en absoluto, no establezco teorías generales; todas las conclusiones a las que se llegan están respaldadas en un análisis muy apegado al texto. Como te comenté en la entrevista anterior, hay mucho de comentario de texto en este libro.
Pero eso está muy bien. Citando a Navajas, comentas que con Tiempo de silencio de Martín Santos se inicia el arranque de la estética posmoderna española. ¿Y eso es bueno o es malo? En El cura y los mandarines, como sabes, Gregorio Morán habla maravillas de la novela.
Creo que Navajas se equivoca cuando señala que con Tiempo de silencio se inicia la posmodernidad. Navajas, en mi opinión, aplica ex ante el concepto posmodernidad. Y lo argumento de la siguiente manera: si la posmodernidad es la lógica cultural del capitalismo avanzado, ¿cómo va a ser posmoderna una novela producida en un capitalismo periférico, subdesarrollado, como era el español de la década de los sesenta? Creo que no se utiliza correctamente, cuando se define Tiempo de silencio como novela posmoderna, el término «posmodernidad». Luego, te diré que coincido con Gregorio Morán en que Tiempo de silencio es una excelente novela, aunque lamentablemente la crítica literaria hace un uso interesado de ella: se valoran sus recursos estéticos, su experimentación, su inteligencia, las reflexiones profundas de sus personajes, etc., solamente pare negar el valor –y expulsar del canon literario- a los novelistas que la precedieron, esto es, los novelistas sociales, los que escribían realismo social o socialista, como Armando López Salinas, López, Jesús López Pacheco, Antonio Ferres, etc. Y eso también hay que decirlo.

¿Y por qué crees que no se dice? ¿Por desconocimiento, por sectarismo, porque piensan que el realismo social está pasado moda, porque son novelas demasiado políticas, escritas además por novelistas socialistas o comunistas,...?
Porque molesta, porque el realismo social(ista) ensucia el relato de la Transición. El mito o relato de la Transición cuenta que la democracia en España se la debemos a grandes hombres que, con grandes gestos, de un día para otro decidieron sacar a este país de la dictadura y traerle, como un regalo, la democracia. Nos cuentan que le debemos al rey y a Suárez la democracia, que fue un mérito exclusivamente suyo. Los novelistas socialistas, en cambio, nos recuerdan quienes son los que lucharon, nos recuerdan que para que este país pueda vivir en democracia tuvieron que acumularse luchas y muertos, que la democracia no es una concesión de los poderosos, sino el resultado de muchos años de luchas. La democracia germina en esas luchas, en esas luchas que tienen lugar, por ejemplo, en los años cincuenta y sesenta que el realismo social o socialista retrata.
Tomando pie también en él, en Navajas, hablas de los narradores neomodernos. Elogias su línea de demarcación con los narradores de la fase anterior. ¿Cuál sería el aire de familia de los primeros?
He de decirte que no comparto esta clasificación que hace Navajas entre posmodernos y neomodernos. Entre los primeros cita a autores como Luis Martín-Santos o Juan Goytisolo, mientras que en el segundo bloque introduce a los autores que yo analizo en el ensayo. Creo que está bien diferenciar entre Martín-Santos y Muñoz Molina, evidentemente hay una diferencia sustancial; lo que no comparto son las etiquetas que Navajas propone. Creo que lo sencillo es llamar a las cosas con su nombre y no poner en circulación más terminología que nada aporta, como puede ser la de neomoderno. Luis Martín-Santos no es un posmoderno porque no existía la posmodernidad.
En todo caso, tú sitúas en 1989 la marca del inicio de la posmodernidad. ¿Por la caída del muro de Berlín? ¿Por qué entonces?
Por lo que te refería anteriormente: sólo podemos hablar, en sentido estricto, de la posmodernidad cuando el capitalismo ofrece su rostro más totalizador. Y eso sólo puede ocurrir cuando se deshace de sus contrarios. La caída del muro de Berlín es el primer síntoma que anuncia que el capitalismo se está totalizando.
Haces referencia a Mijail Bajtin. ¿Qué opinión te merece su obra?
Es un teórico de la literatura fundamental para entender en qué condiciones históricas «nace» la novela; o mejor dicho, se produce la novela; cómo se define históricamente la novela, por qué surge de pronto ese género nuevo que no se corresponde con los géneros clásicos –épica, lírica y dramático–, con el surgimiento de qué clase social se acompaña su aparición. Pero también en fundamental para estudiar Dostoievski o Rabelais. Sin duda, un autor de cabecera.
Pero no muy conocido en España incluso en estos momentos...
Puede que tengas razón, aunque yo no he tenido esa percepción. De Bajtin se habla mucho en mi Facultad (Filosofía y Letras de la UAM), es una referencia constante en las clases. Iris M. Zavala, una de las autoras de Historia social de la literatura española, coordinada por Julio Rodríguez Puértolas y también firmada por Carlos Blanco Aguinaga, ha trabajado mucho sobre Bajtin en las dos últimas décadas y ha realizado una labor encomiable para su relectura y recuperación. Pero es muy posible que mi percepción sea errónea y, en verdad, no sea muy conocido en España en estos momentos.
Refiriéndote a una nota de Grandes sobre su Inés y la alegría, comentas que ha interiorizado y asumido el carácter aconflictivo de nuestro presente. Pero eso parece raro o imposible. Grandes no cesa de intervenir en nuestros conflictos. Escribe sobre ellos, da su opinión, se ha comprometido políticamente con fuerzas que no aspiran simplemente a continuar el sistema, etc.
A veces la vida y la literatura recorren caminos divergentes. Aunque lo peor que se le puede decir a un escritor es que su «voz» en realidad no es «su voz», sino que a través de ella habla la ideología que le imposta «su voz», lo cierto es que a veces –y esto ya lo teorizaron Macherey y Balibar- el proyecto literario de un autor dista mucho de parecerse a su resultado ideológico. Precisamente, porque no es el autor quien habla, sino su inconsciente ideológico, que diría Juan Carlos Rodríguez. También decían Balibar y Macherey que un autor no inventa ideologías, sino que se las encuentra, y que su texto funciona como un operador privilegiado de la reproducción y la legitimación ideológica. El autor no lo explica todo, es sólo una mediación más en el proceso de producción literaria. Por eso, un autor o una autora, como puede ser Almudena Grandes, puede reconocer los conflictos y tener un actitud crítica ante ellos –en sus intervenciones en la radio, en sus columnas en prensa- pero, cuando esto se transforma en literatura, puede ocurrir que el propio texto termine desbordando al autor y lo que era el proyecto inicial tenga un resultado ideológico muy distinto. En el caso de Inés y la alegría, su proyecto es encomiable, muy loable, pues persigue el objetivo de contarnos una historia que no sabemos, que ha estado sumida en el silencio, la llamada «Operación Reconquista», la frustrada invasión de Arán por parte del ejército de la UNE (Unión Nacional Española) que tuvo lugar en octubre de 1944. Pero, ¿cuál es su resultado? El texto reproduce, como has comentado en la pregunta, la idea de que nuestro presente es aconflictivo. ¿Por qué? Porque nos dice que se «permite el lujo» de contarnos esa historia del pasado porque vivimos en un presente «aburrido y democrático». ¿De verdad vivimos un presente aburrido y democrático? ¿Acudir al pasado es un lujo? De esta afirmación se extraen dos conclusiones que son cruciales, porque definen su novela: que se acude al pasado no por la urgencia y la necesidad de rescatar una historia del pasado (que era su proyecto), sino como un lujo, como algo accesorio y secundario; y segundo, que la vuelta al pasado no persigue cuestionar nuestro presente, porque este no necesita ser cambiado, ya que estamos tan bien en él, en esta aburrida y democrática España, que no es necesario luchar para su transformación. Si la memoria no sirve para cambiar el presente, ¿para qué recordamos? Esa pregunta habría que hacérsela a Inés y la alegría, y a muchas otras novelas que sobre la Guerra Civil se escriben en la actualidad.
Pero, si me permites insistir... En defensa de la obra literaria de Grandes se podría decir que eso que citas es un mero apunte, que es un paso poco meditado, un descuido, que de acuerdo, que cometió un error ahí, pero que su novela está lejos de ser coherente con eso mismo que ella enunció...
Puede que sea un descuido, pero acaso en los descuidos –en aquellos planteamientos que carecen de reflexión- es donde más transparente se muestra el inconsciente ideológico. Pero, insisto, en cualquier caso no me interesa tanto Almudena Grandes como la voz que habla a través de Almudena Grandes. La voz de su inconsciente ideológico que habla a través de su literatura. Eso es lo que a mí me interesa estudiar.
Sin embargo, permíteme, Salvador, que discrepe con esto último que señalas, que ese descuido no es coherente con lo que narra la propia novela. En mi opinión –en realidad, no es opinión, sino resultado de un análisis-, Inés y la alegría, con su final feliz, nos está hablando precisamente que vivimos en una España democrática y aburrida. La fotografía final de los personajes en la puerta de un cine, que regresan, ya en democracia, del exilio y se encuentran un Madrid moderno y muy iluminado, ciertamente está reforzando esa idea. Porque el final feliz es también una construcción ideológica.
Sin duda, sin duda, y gracias por el comentario crítico.En un número importante de las novelas que integran “nuestro corpus”, afirmas, pasado y presente conviven por medio del recurso literario de la analepsis narrativa. El mecanismo, afirmas, deja al descubierto la ideología y la complicidad con la que nos relacionamos con nuestro pasado. ¿Y eso cómo funciona? ¿No es un recurso admisible en ningún caso?
El recurso, por sí mismo, no es perverso. Creo que podría usarse la analepsis narrativa perfectamente sin establecer una relación de complicidad con el pasado. Pero estas novelas siempre –o casi siempre: matizo, que si no me dices que generalizo- se sirven de este recurso para desactivar el presente y el pasado. Se sale del presente para conocer el pasado, pero ese conocimiento del pasado nunca sirve para llenar de sentido el presente, para transformar el presente. El viaje al pasado es estéril. No visibiliza la relación que hay entre el pasado vencedor y el presente que es heredero de ese pasado. No se visibiliza la continuidad entre pasado y presente; si no se establece esa continuidad, es muy difícil tratar de establecer una ruptura, de romper esa relación de continuidad, si las novelas nos muestran que pasado y presente no tienen nada que ver, que son dos mundos distintos, discontinuos y desconectados.
La aproximación novelística al pasado debe servir para que ese pasado deje de intervenir en el presente. ¿Esa sería la característica común de la “ideología” que subyace a las novelas analizadas? ¿Ese es uno de los puntos fuertes de tu crítica?
Sí, esa es la función ideológica que cumplen estas novelas. Nos hacen creen, como estaba diciendo, que ese pasado no forma parte de nuestro presente. La memoria, en un sentido políticamente fuerte, tiene que ser un instrumento de oposición al presente; si se borra la línea continua que pone en relación el pasado vencedor y su presente heredero, difícilmente habrá ruptura. No podemos romper algo que no vemos. Y la función de la literatura debería ser visiblizar esa línea, no borrarla, mostrar la continuidad, descubrir que los que ayer vencieron siguen venciendo hoy, porque siguen ocupando una posición de clase dominante.
Sorprendentemente citas a Lukács, al olvidado Lukács. ¿Tienes interés en su obra estética?
Sí, pero no lo digamos muy alto, que nos van a tachar de «marxistas vulgares». Creo que, como todo, hay que saber leerlo en su contexto histórico. Para el estudio del realismo, Lukács es un autor que puede resultar muy útil, aportó muchas cosas; aunque quizá no tanto para el estudio de las llamadas vanguardias históricas. Es un buen instrumento teórico que hay que saber utilizar, sin prejuicios; si nos acercamos seriamente a su obra, descubriremos que en absoluto se corresponde con la caricatura que sobre él se ha realizado.
Lo de marxistas vulgares, depende de quien lo diga, puede ser incluso un elogio. ¿No te parece?
Sí, hay insultos que pueden ser elogios, ciertamente. Antes hablaba de la Historia social de la literatura española de Julio Rodríguez Puértolas, Carlos Blanco Aguinaga e Iris M. Zavala. Cuando se publicó, El País la reseñó en dos artículos y la calificó de «inquisidora» y «estalinista». Un artículo lo firmaba Rafael Conte y el otro Federico Jiménez Losantos, ni más ni menos. Supongo que una calificación de este tipo, que provenía de donde provenía, debió suponer todo un honor para los autores.
Me da que sí. Te cito: “El capitalismo avanzado, después del café descafeinado, la cerveza sin alcohol y el helado sin grasa, que diría Zizek, nos presenta la novela histórica sin Historia”. ¿Te interesa la obra de Zizek? ¿No es él a veces, no digo siempre, un intelectual muy posmoderno, muy asumible por el sistema a pesar de su (aparente) radical heterodoxia?
Y ahora acaba de sacar un libro de chistes... Sí, y ya que hablábamos de caricaturas, con Zizek da la sensación de que antes de que alguien diseñe su caricatura, él mismo se ha encargado de hacerlo. Sin embargo, creo que, a pesar de sus contradicciones, es un autor que pone sobre la mesa reflexiones muy pertinentes sobre la posmodernidad, situándose incluso el mismo dentro -¿acaso alguien puede escapar de ella?- de la posmodernidad. Para entender a Z izek, a ese intelectual posmoderno de pose radical, resulta muy interesante leer el ensayo que le dedicó Antonio J. Antón, Zizek. Una introducción , un libro escrito desde la admiración al autor retratado, pero también desde el rigor. A través de ese libro, he extraído una visión de que Zizek, a pesar de todo, sí es un autor radical.
Pasamos a la segunda parte del libro si te parece. Antes de ello... En el mientras tanto electrónico de mes de marzo Juan-Ramón Capella habla maravillas de una novela sobre la guerra civil publicada en 1987 y poco conocida: Días de llamas, de Juan Iturralde, un pseudónimo de José María Pérez Prat fallecido en 1999. ¿La has leído? ¿Qué opinas de ella? Creo que Martín Gaite escribió el prólogo.
No entró en el corpus por cuestiones cronológicas. Aunque sí he tenido ocasión de leerla; creo que me referí a ella en nuestra anterior conversación.
Gracias, tienes razón, qué memoria la mía.
Por supuesto, Días de llamas es una obra muy distinta a estas otras que constituyen la moda literaria sobre la Guerra Civil. En ella la Guerra Civil es algo más que un telón de fondo. Además, seguramente como consecuencia de este fenómeno literario, en el año 2000 se reeditó en Debate, después de estar trece años sin editarse. A veces, las modas literarias, también traen buenas noticias. La reedición de Días de llamas es una prueba de ello.
Algo más que quieres añadir...
  No, por el momento. Simplemente agradecerte tus preguntas y confesarte que disfruto mucho respondiéndolas. Tal vez no haya mejor cosa en el mundo, en este mundo que tanto nos aísla a los unos de los otros, que tener buenos interlocutores. Así que mi más sincero agradecimiento.
¡Qué generoso eres conmigo! El honor es mío y el que tomo notas soy yo. Sin atisbo para ninguna duda que diría mi maestro Sacristán.


Presentación de "La Guerra Civil como moda literaria" en la AV Cuatro Caminos-Tetuán


Entrevista realizada por Marian Giménez sobre "La Guerra Civil como moda Literaria"

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Marian Giménez habla con David Becerra Mayor sobre su libro La Guerra Civil como moda literaria en la AV Cuatro Caminos-Tetuán, Madrid


Programa Contratiempo

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 Enlace del programa Contratiempo que dirige y presenta Noelia Adánez en Radio Círculo del Círculo de Bellas Artes de Madrid. En esta edición, mantuvimos una larga conversación sobre La Guerra Civil como moda literaria. El programa se completo con la canción "La crosta" de Gerard Quintana, cuyo tema tiene mucho que ver con lo que se habló en el programa, sobre la necesidad de articular políticamente la memoria para transformar el presente, y con la intervención de Noelia Pena, que inauguró su sección, de título benjaminiano, "Dirección Única".

http://www.contratiempohistoria.org/programas/221Contratiempo16-03-2014.mp3

Entrevista en Rebelión sobre "La Guerra Civil como moda literaria" (III)

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Entrevista a David Becerra Mayor sobre "La guerra civil como moda literaria" (III)
“La labor del crítico es analizar qué tipo de discurso ideológico se esconde detrás de una novela y señalarlo”



Doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, documentado editor de La mina de López Salinas y La consagración de la primavera de Carpentier, responsable de la sección de Estética y Literatura de la FIM, colaborador de La Marea, Mundo Obrero, El telégrafo y El Confidencial, autor de numerosos estudios y artículos de crítica literaria, autor del ensayo La novela de la no-ideología, David Becerra Mayor ha publicado recientemente en la editorial Clave Intelectual La guerra civil como moda literaria. En su última obra de centra nuestra conversación.
***
Nos habíamos quedado en la segunda parte de tu libro. Tendré que caminar con pasos más agigantados. Señalas en el primer apartado de esta parte que cuando aparece la II República en las novelas analizadas nunca aparece como algo considerado en sí mismo sino como antesala de la mal denominada guerra civil. ¿Y eso es grave? ¿Por qué? En algunos casos, añades, la II República es sinónimo de caos y conflicto permanente. ¿No fue el caso en algunos, en muchos momentos?
Creo que la República tiene su propia sustancialidad histórica. La República se puede entender y explicar sin necesidad de hacerlo desde la Guerra Civil, como si sólo fuera una causa y no un episodio histórico específico. Hay una visión, que es hoy dominante, no sólo en las novelas que analizo sino también en buena parte de los ensayos que se escriben sobre la República, que yo denomino teleológica: la República se explica desde su final. Creo que hay que reivindicar qué fue verdaderamente –históricamente- la República, señalando sus logros, asumiendo sus grandes contradicciones, sus fracasos, sus expectativas logradas pero también las no satisfechas, como hechos que le pertenecen a la República, no como algo que tiene que desencadenar “inevitablemente” en una guerra civil. Creo que esa sería la forma más rigurosa de acercarse a la República. Y estas novelas no lo hacen. De hecho, no tenemos novelas de tema estrictamente republicano; la República, como digo, siempre aparece para explicar la guerra que ha de venir de un modo casi inexorable. Esta descripción teleológica no hace justicia –desde un punto de vista histórico- a la República.
Por otro lado, cuando la República se define según el mito de la cruzada de Franco, que aunque fue desterrado por Southworth sus fantasmas todavía merodean por las páginas de nuestra novela reciente, la República aparece como sinónimo de caos y conflicto permanente. ¿Fue así? Como tú señalas, en algunos casos. Claro que hubo tensión social, conflicto de clase, enfrentamientos políticos. Pero eso no puede aplicarse al conjunto del periodo republicano y, ni mucho menos, utilizarlo como una forma de legitimar (o relegitimar) el golpe de Estado, como sucede en algunas novelas que analizo. Hay novelas que muestran el caos para legitimar la necesidad de un correctivo que le devolviera a España el orden. Ese correctivo fue el golpe de Estado.
Otra de tus críticas se adentra en territorios soviéticos: la República, señalas, no fue una marioneta de la URSS, el PCE no fue el brazo ejecutor de las políticas dictadas por las instancias gubernamentales soviéticas. ¿Esta es también una de las constantes de las novelas analizadas? ¿No resulta extraño teniendo en cuenta lo que muchos historiadores, Ángel Viñas entre ellos, Fernando Hernández Sánchez también, han sacado a la luz?
Así es. Esta idea está muy presente en las novelas. Es una idea que alimentaron los ideólogos de la cruzada de Franco. Ellos, los autoproclamados nacionales, tenían que luchar contra una fuerza extranjera que pretendía invadirles, convertir España en una colonia soviética. Franco inició de este modo su cruzada contra el comunismo. Se levantó para salvar España del comunismo. Esta idea, que, insisto, creíamos que Southworth ya la había desterrado para siempre, vuelve a aparecer en nuestra novela. Es verdad que tenemos historiadores prestigiosos y rigurosos como Ángel Viñas o Fernando Hernández Sánchez o Helen Graham que cuestionan, con datos y documentación, esta teoría/mito; sin embargo, nuestros novelistas parece que prefieren reproducir el mito de la cruzada de Franco que arrojar nueva luz para desterrar el mito. Nuestros novelistas prefieren el mito a la Historia.
¿Cómo son tratados los hechos de Mayo de 1937 de Barcelona en las novelas que has analizado?
No son tratados. Hay referencias constantes, pero nunca se abordan “els fets de maig” en profundidad, con voluntad historicista. Se alude a lo que los comunistas hicieron en aquel mayo de 1937 en Barcelona, pero apenas se dice nada de la posición de Azaña, del gobierno de la República, de las causas que lo desencadenaron, de las contradicciones que estallan en la retaguardia de un frente que va perdiendo una guerra; simplemente se quiere transmitir la idea, sin contrastarla ni analizar lo ocurrido con rigor, de que los comunistas españoles, a las órdenes de Stalin, cometían todo tipo de barbaridades, mucho peores que las que cometían los franquistas en su bando. Entre ellas, este episodio.
¿Y la muerte-asesinato de Nin? ¿Hay alguna novela que te parezca especialmente recomendable o destacable que se centre en la “desaparición” del dirigente del POUM?
Lo mismo que lo anterior. Se habla mucho de Nin. Pero tampoco hay un intento de clarificar nada. Nin está puesto al servicio de la ecuación República/URSS, solamente se utiliza para reafirmar la idea de que quien gobernaba en España no era un gobierno democrático y legítimo, sino Stalin. A nuestros novelistas no les importa la historia de Nin, les importa el uso interesado que se puede hacer contando la historia de Nin. Hay una novela que sí se ocupa del caso Nin en concreto; es La noche desnuda de Juan Carlos Arce . Es una novela policíaca.
Tal vez esté equivocado pero dos de los novelistas que merecen más críticas tuyas son Manuel Maristany y Antonio Muñoz Molina. Apenas conozco al primero, pero ¿no ves también alguna transformación en las aproximaciones del segundo al hilo de su evolución política? Algo así como si su mano política guiase su mano novelística.
Manuel Maristany es abiertamente un fascista. Y él mismo lo reconoce. Y afirma que escribe desde su punto de vista de clase, que es la de alguien que pertenecía a la burguesía catalana y que vio como la República hizo retroceder sus privilegios. Y contra la República arremete, poniéndose de lado de los golpistas. Y legitimando el golpe. El golpe fue imprescindible para que su clase perdurara y pervivieran sus privilegios. Y lo celebra. Salvó a España, en su opinión, cuando en realidad salvó a los suyos. Por su parte, Muñoz Molina seguramente no reconoce que es un fascista, y seguramente no lo sea, pero cuando leí su novela La noche de los tiempos no puede sino pensar en aquella frase de Thomas Mann que dice: “Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor, es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad un fascista, y desde luego solo combatirá el fascismo de manera aparente e hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo”.
Dicho esto, coincido contigo en que la mano política guía su mano novelística. Si –acuérdate- en nuestra anterior conversación hablamos del inconsciente ideológico, en el caso de Muñoz Molina no es el inconsciente el que habla, él es muy consciente de lo que piensa, de lo que dice, de lo que escribe.
Pero es un caso bastante peculiar. ¿No estuvo hace ya algunos años en las proximidades de IU?
Seguramente. Pero hace un par de años, quizá tres, defendió, desde su posición de escritor y de académico de la RAE, que la palabra «comunismo» tenía que equiparse, en el diccionario, a la de fascismo, en tanto que, a su parecer, ambos son regímenes en esencia igualmente totalitarios. Y lo decía sin tener en cuenta que en los textos fundacionales del fascismo esta ideología política se definía a sí misma como totalitaria, mientras que el comunismo nunca se ha definido a sí mismo en esos términos. No sé a quién votará Muñoz Molina, ni me interesa; lo que me interesa es ver qué dicen sus textos. Y su última novela es claramente anticomunista y su anticomunismo se asemeja mucho más al anticomunismo que construyó el fascismo que al anticomunismo liberal. Aunque hay un poco de todo.
Hablas de una clara y digna excepción, de una novela de Felipe Alcaraz. ¿Nos hablas un poco de ella? Por lo demás, perdona la impertinencia: ¿no será que tu juicio positivo sobre La muerte imposible está mediado o cuanto menos influenciado por tu mayor proximidad política a las posiciones del que fuera diputado del PCE?
Asumo la impertinencia, porque, si me permites el juego de palabras, es muy pertinente. Cuando hago juicios positivos –y lo hago en el caso de Felipe Alcaraz, pero también de Isaac Rosa- no lo hago por nuestra proximidad política, sino porque creo que coincidimos en nuestra forma de concebir la memoria no como una forma estéril de acercarnos al pasado, sino como un modo de cambiar el presente. Pero me preguntas por la novela.
Sobre ella te preguntaba
Es interesante, porque nos habla de Mercedes Olmedo, una mujer que decide, cuando los fascistas van a capturarla para fusilarla, no ser derrotada. Y se suicida. El suicidio, se dice, es una victoria al revés. Aunque, como dice Pavese, los suicidios son homicidios tímidos –y así se dice en la novela-, también se contempla como una victoria. No lo han asesinado, no permitió que la asesinaran, no permitió que en su cuerpo se encontrara ni una sola huella de la derrota. Antes de sufrir la derrota, ella misma se quitó la vida.
¿Cómo debería escribirse una novela sobre la guerra civil española? No sé si has leído Todo que ganar: ¿de esa forma, de la forma en que Juako Escaso relaciona y vincula nuestro pasado relativamente reciente (Vitoria, 3 de marzo) y nuestro presente?
No he leído, todavía, la novela de Juako Escaso. La enorme labor que están realizando Eva Fernández y Alfonso Serrano en la editorial La Oveja Roja hace que se nos acumulen lecturas. Qué mes de febrero: Panfleto para seguir viviendo, Insurgencias invisibles y ahora Todo que ganar. La Oveja Roja demuestra que otra literatura es posible. Celebro que existan.

Tienes razón. Yo también.
Ahora bien, no sé –ni es la función del crítico saberlo- cómo debería escribirse una novela sobre la Guerra Civil. El trabajo del crítico no es normativo. Tienen que ser los novelistas quienes diriman cómo tiene que tratarse un tema en su literatura; luego, la labor del crítico es impugnarlo o celebrarlo, observar si es un discurso inmovilizador o emancipador. No obstante, me aventuro con una respuesta: una novela sobre la Guerra Civil tiene que mostrar la continuidad que existe entre el pasado vencedor y nuestro presente, que es heredero de ese pasado. Tiene que mostrar la continuidad para que podamos establecer una ruptura con ese pasado que pervive todavía en nuestro presente.
Dos preguntas un poco descorteses. De las novelas que has citado hasta el momento, hay una en la que creo que eres un pelín injusto: Los girasoles ciegos. A mí me parece que es una novela que ayuda a amar la República y la resistencia antifascista, a acercarse a ellas, a proseguir con su legado. Mueve al lector/a a la insumisión, no a pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, en una aburrida democracia por ejemplo y que todo ya está hecho. No te oculto mi admiración por Alberto Méndez.
Tú nunca eres descortés, querido Salvador. Agradezco esta pregunta. A mí también me parece una buena novela Los girasoles ciegos. De hecho, si no recuerdo mal, lo que en el libro analizo de la novela de Alberto Méndez es bastante positivo: hablo de la posibilidad de hacer de la escritura un instrumento para mantener viva la memoria, un arma para combatir no ya contra la muerte física, sino la muerte hermenéutica, aquella que condena a los muertos a la insignificancia, aquella que borra su nombre de la Historia.
La segunda de estas preguntas: ¿novela no es ficción, no es creación? ¿No estás ideologizando en exceso el trabajo de un novelista? ¿No estás presuponiendo que el novelista tenga que mancharse sus manos más de la cuenta y que lo mire todo con ojos políticos?
Si asumimos que la novela es sólo ficción o creación y que por lo tanto tenemos que analizarla sólo desde la propia ficción y tenemos que aceptar que la literatura sólo a la literatura se debe y no a la Historia, supone asumir la visión dominante de lo que tenemos que entender por literatura. Yo entiendo que la literatura no es sólo un discurso bello o un discurso que nos entretiene, creo que la literatura es un operador privilegiado de reproducción y legitimación ideológica, como nos enseñó Althusser, Balibar, Macherey, Juan Carlos Rodríguez o Julio Rodríguez Puértolas. Por eso, y no por voluntad inquisidora, analizamos la ideología que late en los textos. Porque, en tanto que discurso público, construye ideología, transmite una visión del mundo. La labor del crítico, en mi opinión, es analizar qué tipo de discurso ideológico se esconde detrás de una novela y señalarlo. Porque la literatura no es inocente, no es un discurso autónomo y neutral, participa en la esfera pública. Por ello es necesario analizarlo.
Un comentario de texto. El comité de la noche, se le pregunta en Diagonal a Belén Gopegui, “tiene un lenguaje cuidado, una capacidad de crear diálogos intensos, referencias intertextuales precisas. ¿Es posible un lenguaje antagonista dentro de los códigos del poder?”. Su respuesta, la respuesta de Belén: “Entre la frase de Audre Lorde “las herramientas del amo no destruirán la casa del amo”, aquella de Chirbes “la buena letra es el disfraz de las mentiras” y el verso de Adrienne Rich “éste es el lenguaje del opresor / y sin embargo lo necesito para hablarte”, transcurre un debate de siglos”. En realidad, prosigue la autora de Lo real, “parte de la evolución de lo que sea que llamemos arte ha estado marcada por la necesidad de cambiar las herramientas, violentar el lenguaje y hacer estallar en pedazos la buena letra impuesta por la clase dominante”. Cita entonces a Jesús Ibáñez (José Luis Moreno Pestaña ha escrito un gran libro sobre él) quien “contaba la historia de aquel maestro que le decía a su discípulo: “Si dices que este palo es real, te pegaré con él, si dices que no es real, te pegaré con él, si callas, te pegaré con él”. La salida, decía, era arrancarle el palo de las manos y darle con él en la cabeza”. Dicho de otro modo y con respecto al arte, concluye Belén, “aun manteniendo siempre la atención hacia todo lo que los códigos y herramientas cuentan por sí mismos, y aun procurando siempre destrozar esos códigos y esas herramientas, recordemos también que la razón de destrozarlos no es un dilema formal, como si eso existiera, sino arrebatar el palo, el monopolio de la violencia real, microfísica, simbólica, que, de modo ilegítimo, ejercen el capital y el patriarcado”. ¿Qué tal esta reflexión? ¿La suscribirías?
Totalmente. Belén Gopegui es una de las escritoras que más ha reflexionado sobre las posibilidades de la literatura para la emancipación y la transformación política y social. Aprendo mucho leyéndola. Suscribo cada una de sus palabras.
Llegamos a la tercera parte. ¿Abuso de ti si te propongo una cuarta entrevista? La última, te lo prometo. Por cierto, ¿qué es eso de la liquidación de la historicidad, el título de esta parte anunciada? ¿Liquidación de la historicidad hablando de novelas que toman pie en la mal llamada guerra civil española? ¿No es eso una verdadera contradicción?
En absoluto abusas de mí. Agradezco mucho tus preguntas y la molestia que te estás tomando. El interés que estás mostrando en mi trabajo. Es para mí un placer enorme poder dialogar contigo. Y para responderte, voy a utilizar un chascarrillo de Z izek, de quien ya hablamos en nuestra última conversación. En el capitalismo avanzado la cerveza es sin alcohol, el café sin cafeína, el helado sin grasa... y yo añado: y las novelas históricas sin Historia. Parece una contradicción, en efecto, pero esto es la liquidación de la historicidad. Novelas históricas donde la Historia, en un sentido fuerte, como lugar de conflictos y contradicciones, como algo vivo, en movimiento, desaparece de estas novelas históricas. El pasado se vuelve un lugar estático, un escenario, un telón de fondo, en una localización, donde ocurren conflictos individuales, pero en vez de situarse en la actualidad se sitúan en plena Guerra Civil. Seguiremos profundizándolo en la ¿definitiva? entrevista. Será, insisto, para mí un placer proseguir este diálogo.

De acuerdo. Hasta pronto. 

Salvador López Arnal // Publicado en Rebelión (16 de marzo de 2015). Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=196513 

La Guerra Civil todavía no ha sido narrada

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por Paula Corroto

*El ensayista David Becerra Mayor señala en 'La Guerra Civil como moda literaria' que la narrativa española de los últimos años ha desideologizado y despolitizado el conflicto bélico por las tesis revisionistas y postmodernas.

*El autor no se centra en las novelas de Pío Moa o César Vidal, sino que aborda las de escritores como Javier Cercas, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes o Dulce Chacón, que al final "caen en el error de reproducir la propaganda del franquismo y el final feliz de la Historia".

La Guerra Civil todavía no ha sido narrada en la novela española. La afirmación es del doctor en Literatura Española, David Becerra Mayor, y más de un lector se llevará las manos a la cabeza. Los propios datos le rebaten: sólo entre 1989 y 2011 se publicaron 181 novelas con esta temática. Y cualquiera reconocerá como tales  El corazón helado y la saga de los Episodios Nacionales de Almudena Grandes, Soldados de Salamina, de Javier Cercas, La voz dormida, de Dulce Chacón, Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, El tiempo entre costuras, de María Dueñas o La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina.
En realidad, la novela guerracivilista ha inundado las librerías y, es más, ha copado las listas de ventas. ¿De dónde se saca David Becerra, por tanto, esta afirmación?
En su reciente ensayo, La guerra civil como moda literaria (Clave Intelectual), este especialista en Literatura ofrece un análisis detallado de esta novelística para concluir que, aunque se haya hablado de la Guerra Civil, esta únicamente se ha contado como telón de fondo para historias más intimistas en las que prevalece el ‘yo’ de los protagonistas. “Aunque aparezca la guerra, esta se desideologiza, se despolitiza el conflicto. La guerra funciona sólo como un escenario, pero ni se problematiza ni se politiza. Y son novelas que, en realidad, no están participando de la lucha por la recuperación de la memoria”, comenta a eldiario.es. Esa es su tesis: la recreación de una guerra que podría ser cualquier otra porque lo que interesa no es contar qué pasó y si sigue afectando al presente.
Lo interesante del ensayo de Becerra Mayor es que no se ocupa tanto de la fantasía de autores como Pío Moa o César Vidal, sino que centra su atención en aquellos que, a priori, han sido objeto de celebración en artículos periodísticos al ser descritos como paradigma de la recuperación de nuestra Memoria Histórica.

Revisionismo y postmodernidad

“Hay un conflicto de memorias en la novela española que es un reflejo del conflicto de memorias que hay en la sociedad y en el Parlamento. Ahí  tenemos un sector revisionista, que es el del PP, que no ha condenado nunca el franquismo, y que incluso, algunos políticos reproducen ciertos mitos como que la República era un caos, un satélite de la URRS. Precisamente, con ese mito justifican el golpe de Estado. Y ahí estarían Manuel Maristany, Andrés Trapiello, María Dueñas e incluso Muñoz Molina con La noche de los tiempos, que es una igualación moral de ambos bandos, si aceptamos que la República es un bando, que no lo es”, sostiene Becerra Mayor.
El tiempo entre costuras sería, para él, un claro ejemplo de esta tendencia. Como recuerda, en esta novela aparecen dos falangistas, “y los dos, sin embargo, son buenas personas. Uno de ellos es el novio despechado, pero es malo porque está despechado, ya que la protagonista le ha dejado, pero no por ser facha. Es lo que se llama el neohumanismo. Aquí tenemos categorías políticas que no participan en el conflicto narrativo, sino que lo que cuenta es el interior del personaje, si es bueno o malo… Desde luego, es una novela con la que el lector de derechas se encontrará muy cómodo”.
Sin embargo, para él, también hay otra línea, la socialista que, a partir de 2004, abogó por la Ley de Memoria Histórica que indicaba que hay que convertir, por ejemplo,  el Valle de los Caídos en un lugar de culto a la paz y democracia o recordar a todos los muertos de la Guerra Civil por igual.“¿Muertos? ¿Por qué no hablamos de asesinatos? ¿De verdad hemos de homenajear a todos? Con eso se establece una especie de equidistancia que está en estas novelas y donde parece que en este país todos mataron. Bueno, unos tendrán más responsabilidad que otros. Quien se convirtió en enemigo de la República fue el fascismo y lo mínimo que podía hacer la República era defenderse”, sostiene el ensayista.
¿Qué novelística entraría en esta línea del PSOE? El autor coloca ahí a novelas como El corazón helado o Inés y la alegría, de Almudena Grandes, ya que, aunque le parece que sí deja bien claro quiénes fueron las víctimas y quiénes los verdugos, “al final la víctima no tiene que cuestionar el papel del verdugo porque es una historia de hace mucho tiempo y tiene que ser asimilado por la democracia. Y no, la memoria no tiene que ser un elemento de asimilación, y si no sirve para cuestionar un presente heredero de aquel pasado no sirve para nada o es estéril”.
Lo mismo le ocurre a La voz dormida, de Dulce Chacón. A pesar de que para Becerra Mayor es un enorme homenaje a las víctimas –recuerden a las chicas que se convirtieron en Las trece rosas- y que no tiene nada que ver con las novelas revisionistas que avalan los mitos franquistas, comete el error de reproducir la propaganda del Régimen con la idea del indulto final a los presos. “Al final todo termina bien, hay un final feliz, porque Franco misericordioso concede un indulto a los presos, y ya se pueden incorporar a la normalidad. Este final feliz es peligroso, porque no vivimos en un final feliz, ya que aún no hemos roto con la dictadura”, manifiesta.

La postmodernidad lo estropeó todo

Precisamente, para este especialista, el gran problema de la narrativa española en relación con la Guerra Civil tiene que ver con la asimilación de las características de la postmodernidad y el postestructuralismo que ya empezó en los sesenta. Esto es, con el fin de la Historia del que habló Francis Fukuyama en 1989 y la instauración de las democracias neoliberales. Como explica en el ensayo, la postmodernidad señala que todo conflicto se ha acabado, que ya no hay que preocuparse por nada y que nuestro presente es un mundo feliz (y libre). De ahí que si no hay conflicto en el presente –y la novela ante todo siempre narra un conflicto- hay que acudir al pasado, pero trivializándolo o revisitándolo.
La novela que más acentúa estas características de la postmodernidad es Soldados de Salamina, de Cercas. Según Becerra Mayor, esta novela “pone en práctica todos los ideologismos del capitalismo avanzado: equidistancia, despolitización, conflicto fratricida y negación del testimonio. Nos está negando la fuente oral como una forma de acercarnos a la Historia. Es verdad que todo sujeto tiene unos intereses y todo lo que cuenta va a estar mediatizado, pero la labor del historiador es saber discernir qué parte es la mediación y qué parte es Historia”.
Que esta novela, además, fuera publicada en 2002 y ensalzada en los años posteriores es para este experto una muestra del éxito del “revisionismo que siempre ha caracterizado al PP, el de Pio Moa, Cesar Vidal o políticos como Rafael Hernando. Cercas hace lo mismo, pero lo pasa por el tamiz del postestructuralismo con ese el elogio a la opacidad, que es tan postmoderno… No podemos conocer la realidad, pues vamos a recrearnos en sus significaciones. Pero cuando ves qué hay debajo de ese discurso literario, ves el mismo revisionismo que ha puesto en marcha el PP en su última legislatura”.
La cuestión es por qué se cae en el revisionismo o en la tendencia postmoderna del fin de la Historia a la hora de contar la Guerra Civil. Por un lado, Becerra Mayor señala que “los que son fascistas, porque lo son. En el caso de los postmodernos, como Cercas, porque él pertenece a esa corriente literaria. En el resto de casos, por el inconsciente ideológico, que viene a expresar que casi siempre, cuando habla un escritor, no habla por sí mismo, sino que está dominado por el inconsciente ideológico de una época. En realidad, un escritor no hace novelas para inventar ideologías sino para legitimar las que hay, que son las dominantes”.
De hecho, en este libro, prologado por Isaac Rosa, que publicó La malamemoria en 1999 y que después se autocriticó con Otra maldita novela sobre la Guerra Civil en 2007, Becerra Mayor recuerda que el propio escritor “en su primera novela reprodujo todos los postulados postmodernos y postestructuralistas. Hasta que no rompes contigo mismo no eres consciente de quién ha estado hablando por tu voz”.
En este sentido, en este ensayo sí se salvan algunos escritores que, según Becerra Mayor, sí han ahondado en la guerra y la Memoria Histórica con voz propia. Son los casos de Luna Lunera, de Rosa Regás, Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez y Los rojos de ultramar, de Jordi Soler, ya que no caen ni en los mitos franquistas (República como caos), la equidistancia de los dos bandos y desideologización y el conflicto íntimo que despolitiza la masacre.

La Memoria Histórica viene de… Planeta

No sólo los autores han contribuido a una mala recuperación de nuestra memoria. Buena parte de culpa la tienen las editoriales, que son las que las han exaltado y en, algunos casos, con titulares que dan para la reflexión, “como por ejemplo la novela de Manuel Maristany, La enfermera de Brunete, de la cual Planeta dijo en 2006 que eran la gran novela sobre la Guerra Civil, cuando es un relato totalmente fascista”.
En el periodo analizado por este ensayo, 1989-2011, es Planeta la editorial que más obras ha publicado con esta temática. Hasta un 30% de la producción editorial. “Esto debería hacernos reflexionar, ya que si nuestra memoria histórica viene de Planeta, que labró su fortuna en la posguerra por las amistades que tenía el propio Lara padre… De un continente que crea contenidos no podemos esperar que esos contenidos sean inocentes y neutros”, afirma Becerra Mayor.
Las consecuencias, para él de esta moda literaria, son obvias: adormecimiento y desactivación del lector. “Tendríamos que trabajar en la construcción de un lector distinto, activo y crítico que sepa enfrentarse a los textos, a la Historia… Que sepa sublimar la literatura para problematizarla. Y estas novelas hacen todo lo contrario. Lo único que hacen es pintar la Guerra Civil como un espacio muy lejano que nada tiene que ver con el presente, lo cual es falso; y en segundo lugar, con un discurso amable que no moleste demasiado al lector, que no le haga pensar sobre nuestro pasado y presente, y en definitiva, adormecerle”.
Ahora bien, ¿no podría alguien rebatirle aduciendo que una novela es ficción al fin y al cabo y que el lector quiere entretenerse? Becerra Mayor es consciente de esa crítica y ofrece sus argumentos: “Entonces hemos entendido mal la literatura. En tanto en cuanto es un discurso público, que puede movilizar o desmovilizar, debemos exigirle algo más. Debe ser rigurosa y tener entre sus objetivos contar la verdad. Y si no consigue esto tal vez debamos preguntarnos si no debemos renunciar a la literatura. O construir una literatura distinta”.

Paula Corroto // Publicado en eldiario.es (12 de marzo de 2015).  Fuente: http://www.eldiario.es/cultura/libros/Guerra-Civil-todavia-narrada_0_365713812.html 

“Debemos exigir que las novelas de la Guerra Civil trasciendan la función de entretener”

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por Jesús Rocamora

Desde 1989 hasta 2011 se publicaron en España 181 novelas sobre la Guerra Civil. ¿Cabe alguna más en las estanterías? ¿Cuál es la imagen del pasado que nos transmiten? ¿Y qué dicen del presente que vivimos? David Becerra se ha enfrentado a ellas y el resultado es La Guerra Civil como moda literaria (Clave Intelectual), un análisis crítico de este fenómeno editorial desde la lógica del capitalismo avanzado, en el que el pasado se ha convertido en una mercancía más: algo blandito, dulce y que promete desde su envoltorio una experiencia única al consumidor. Un adelanto de la tesis del libro: hablamos de una novela histórica que se centra en los conflictos personales pero que se olvida del contexto político, que usa la guerra como escenario para aventuras y romances pero que asume la versión heredada por la propaganda franquista y la Transición sin cuestionarla, sin terminar de romper con ella. Best-sellers que presentan la Guerra Civil como algo aislado, lejano, casi exótico, como una época superada gracias a la comodidad de la democracia, lo que produce la desactivación política del lector. Todo esto lleva, en última instancia, a “una novela histórica sin Historia”.
Por estas páginas pasan Javier Cercas, Almudena Grandes, Javier Marías, Dulce Chacón, Andrés Trapiello, María Dueñas, Eduardo Mendoza, Rosa Regàs e Isaac Rosa, entre otros autores. ¿Un ejemplo ilustrativo? Antonio Muñoz Molina y El jinete polaco, una novela donde “nunca vemos a nadie haciendo la guerra, sólo hablando de ella, construyendo relatos” pero no para cuestionar un presente que es heredero de aquel conflicto, “sino para negar todo intento de contar la Historia: para darnos a entender que todo intento de reconstrucción de la Historia no será sino una forma de construir una ficción. Muñoz Molina en El jinete polaco confunde intencionadamente la Historia y la ficción, los iguala, rechaza que haya una forma de aprehender la Historia en su totalidad”, se lamenta Becerra Mayor, que es Doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, autor del ensayo La novela de la no-ideología (Tierradenadie, 2013) y fundador y director de Revista de crítica literaria marxista.
La primera pregunta que creo que te haría un escritor (enfurecido) sería por qué la novela debe ser fiel al pasado y a la realidad, si para eso están los historiadores y el ensayo. Hemos asumido la idea de que la novela es un artefacto libérrimo y que no debe ajustarse a ningún control. Es decir, ¿por qué debe ser útil la novela sobre la Guerra Civil? ¿A quién?
Me encantaría debatir con los autores, enfurecidos o no, que analizo en el libro. Sería muy beneficioso para la salud semántica de este país que pudiera existir un debate serio sobre literatura sin caer en tópicos o verter en él acusaciones de tipo personal. Y es muy posible que, como señalas, algún autor llegara al debate esgrimiendo ese discurso: la literatura sólo debe responder ante la misma literatura, y no ante la Historia. Es un argumento legítimo y es legítimo que se defienda con él. Ahora bien, creo que los lectores tenemos que exigirle algo más a la literatura; tenemos que exigirle a la literatura en general –y a estas novelas sobre la Guerra Civil en particular– que no se conformen con entretener a los lectores por medio de aventuras pasionales ambientadas en la Guerra Civil; tenemos que exigirles, como le exigimos a todo ciudadano que participa en lo público, que cuando intervengan en lo público lo hagan con la verdad y desde el rigor; que con su literatura trasciendan la función que les confiere el mercado (vender y entretener) y que participen en la construcción de una esfera pública discursiva donde se pueda debatir, razonar, argumentar, etc., no sólo ofrecer y recibir entretenimiento. No necesitamos niñeras ni cuentos para conciliar el sueño, queremos discursos y queremos interlocutores.
Creo que la literatura debería trabajar en la construcción de ese escenario, de un escenario donde la literatura se pusiera al servicio de la ciudadanía y no del mercado. Y, concretamente, las novelas sobre la Guerra Civil deberían contribuir a romper con un pasado que vive en nuestro presente, porque nuestro presente está hecho de ese pasado que ganó la guerra y del que hoy es heredera nuestra democracia y sus instituciones. Las novelas sobre la Guerra Civil deberían servir para establecer una ruptura con aquel pasado; lejos de eso, fortalecen la relación de continuidad.
“Becerra emplea a fondo las armas de la crítica marxista”, escribe Isaac Rosa en el prólogo de tu libro. El contexto en el que te mueves es el mercado-mundo nacido en 1989, donde se han asumido “el fin de la Historia” y donde el capital inunda todas las parcelas de la vida. También citas a Walter Benjamin para hablar de un presente en el que “los vencedores no cesan de vencer”. ¿En qué consiste la crítica literaria marxista?
La crítica literaria marxista analiza, entre otras cosas, cómo la literatura opera en la reproducción ideológica. Y de eso me ocupo en el libro, de observar cómo estas novelas sobre la Guerra Civil están legitimando una forma de concebir el pasado, pero también el presente. Son novelas –y por eso arranco en 1989, fecha en que cae el muro de Berlín y el capitalismo empieza a constituirse como mercado-mundo– que han asumido la ideología propia del capitalismo avanzado, que han interiorizado que vivimos en el mejor de los mundos posibles, sin conflictos ni contradicciones, y que la Historia ya ha alcanzado a su fin.
Decía Bajtin que sin conflicto no hay novela, y si nuestros novelistas han asumido que vivimos tiempos a-conflictivos, ¿cómo escriben una novela? La Guerra Civil constituye para ellos un escenario idóneo, ya que es un pasado conflictivo donde sí es posible armar una buena trama novelística. Esta vuelta al pasado es doblemente ideológica: por un lado, su vuelta al pasado nos dice que vivimos en un presente perfecto, sin conflictos, que les obliga a acudir a un pasado conflictivo, y por otro lado, como decíamos antes, nos dice que ese pasado no tiene nada que ver con el presente, que es algo lejano, un escenario casi mítico, que no nos pertenece, que no tiene nada que ver con nosotros.
Hablemos de Javier Cercas. ¿Hasta qué punto su Soldados de Salamina es el paradigma de este tipo de novela tanto en su forma (posmoderna y despolitizada) como en la manera de presentar la Guerra Civil (desde la equidistancia y como un conflicto superado) y por su intención por “humanizar” a un falangista como Sánchez Mazas? Quería preguntarte al respecto por dos artículos: un reciente del propio Cercas, en el que él mismo decía que “el problema de la memoria histórica es que se convirtió en un negocio”, lo que le supuso críticas por cínico. Y otro de Vicenç Navarro, que exponía aquí sus problemas con la última novela de Cercas, El impostor, y con que el escritor no refleje sino la visión heredada del “establishment político mediático español”: todos somos iguales, todos somos responsables en igual medida de aquel conflicto.
Soldados de Salamina es el paradigma de estas novelas por los tres puntos que señalas. Pero, además, en ella se le da voz al enemigo, al falangista Sánchez Mazas, y al darle voz, al humanizarlo o subjetivizarlo, deja de ser percibido por el lector como enemigo. Cuando damos voz al enemigo empezamos a concebirle no como el “otro”, sino como alguien que es igual que nosotros, como una persona con sus conflictos interiores, sus contradicciones, e incluso con sus razones. Al darle voz al enemigo, le carga de motivos, y nos hace escuchar esos motivos, los de un intelectual del régimen franquista, los de un escritor que legitimó el régimen. Le escuchamos y le comprendemos. Se difumina, según esta estrategia literaria e ideológica, la barrera que separa a las víctimas de los verdugos. Le escuchamos y le comprendemos. Ya no le vemos como un verdugo, sino como una víctima más, ya despolitizada, de la guerra, como un hombre que como tantos otros sufrió las consecuencias de la contienda. Porque, además, el falangista nos cuenta lo mal que lo pasó cuando sobrevivió a un fusilamiento, y nos compadecemos de él. De repente sentimos lástima por un fascista.
Javier Cercas ha puesto su literatura al servicio de la redención de un fascista. Y al compadecernos de él, de ver cuánto sufrió un falangista, no podemos sino asumir lo que se ha convertido en el discurso dominante, y que tú señalas: en este país se mató por igual, todos sufrieron y todos mataron, todos son responsables. Pero, ¿seguro? ¿Tiene el mismo nivel de responsabilidad quien defendió un sistema democrático, legítimo, como fue la República, que quien se levantó en armas contra él? Según nuestros novelistas, sí. Y esto, entre otras cosas, es lo que se denuncia en el libro.
Respecto a la segunda parte de la pregunta, coincido con lo que expuso Vicenç Navarro en su artículo. Me pareció muy acertado. Y, contrariamente, coincido también con Javier Cercas con eso de que la memoria se ha convertido en una industria; ahora bien, lo que me separa de Cercas es que yo critico que la memoria se haya convertido en una industria, mientras que él se beneficia de ella.
Hablas también de vivimos un revival fascista que empuja a reeditar clásicos de autores falangistas. “La frase de Trapiello –ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de la literatura– se ha convertido en el buque insignia de los redentores por la vía de la estética que defienden la pervivencia del valor literario de los textos fascistas por encima de la Historia y las ideologías”, escribes. Y también te refieres al caso concreto de Jordi Gracia, para quien “la ideología no se tiene en cuenta, solo vale el genio”. ¿Debemos revisar la coartada de la “genialidad” y del “arte”, que aniquila cualquier lectura política, algo también propio de la posmodernidad? En este sentido, parece que “arte” y “política” son hoy conceptos opuestos.
Sin ninguna duda. Reivindico una lectura histórica y materialista de la literatura. Nociones idealistas, y estáticas, como es la de genio, entendido como un individuo que es capaz de trascender su momento histórico, y asimismo la noción de arte como un discurso autónomo, neutral e independiente de la coyuntura histórica en que se produce, no me interesan en absoluto. No creo en la lectura como una comunión de dos almas que, aunque alejadas en el tiempo, se encuentran en el momento de la lectura. Creo que un lector activo y crítico tiene que saber leer históricamente los textos, cuánta historia hay en un texto, incluso en un poema de amor. Si solamente nos detenemos a medir la calidad literaria de un texto –que alguien tendrá que explicar en algún momento cómo se mide–, perdemos buena parte del sentido de ese texto. Por lo tanto, tratar de redimir a escritores fascistas poniendo en valor sólo su supuesta calidad literaria, y olvidando lo que esos textos dicen y legitiman, me parece un ejercicio intelectualmente muy pobre y poco honesto. Yo creo que hay que leer a los escritores fascistas, pero sin desfascistarlos, sin desplazar de la lectura su sentido histórico y político, viendo cómo opera la literatura en la legitimación de un golpe de Estado. Si me paro sólo a contar metáforas, a celebrar el estilo, perderé buena parte del sentido del texto.
Enlazado con lo anterior: sí que reconoces que una parte de las novelas sobre la Guerra Civil aspiran a funcionar como “novelas de memoria histórica”, pretenden dar voz a los olvidados e impedir la segunda muerte: “la muerte hermenéutica, esto es, la que además de quitarle la vida borra su nombre de la Historia y con ello toda posibilidad de ser recordado”. ¿Consideras más válido este tipo de novela sobre la Guerra Civil que aquella “donde lo individual y lo humano ocupan la centralidad del discurso en detrimento de lo político y lo social”? ¿A qué autores y obras “salvarías” por su función de memoria histórica en este sentido de la masa de historias sobre la Guerra Civil?
No es la primera vez que me hacen una pregunta de este tipo y en ella se emplea el verbo “salvar”. De pronto me siento como un inquisidor o como el cura y el barbero de El Quijote en el escrutinio del capítulo VI. Pero no me incomoda. En realidad, todo crítico, cuando selecciona sobre qué habla y sobre qué calla cuando escribe, participa en un escrutinio. Te respondo: cuando establezco esa diferencia entre las novelas que abiertamente reproducen los mitos de la cruzada de Franco, que las hay, de otras que simplemente desplazan lo político a favor de una lectura individualizada del pasado, y de aquellas otras que sí buscan rescatar del olvido algunos episodios silenciados de nuestra Historia, no lo hago tanto para “salvar” algunas novelas, sino para matizar y señalar también que no todas las novelas que se analizan en el libro se pueden analizar de la misma manera.
En este sentido hay novelas que, como Inés y la alegría de Almudena Grandes o La voz dormida de Dulce Chacón, por señalar sólo dos ejemplos muy claros, parten de la loable intención de evitar la muerte hermenéutica de algunos personajes o episodios históricos. Sin embargo, en ambos casos, su final feliz se levanta contra el propio proyecto novelístico. En La voz dormida, por ejemplo, el final feliz se construye desde la asunción de una de las estrategias propagandísticas del franquismo como era el indulto, que permitía ofrecer una visión de Franco como misericordioso. El indulto salva a uno de los protagonistas de La voz dormida, asumiendo la novela de forma acrítica lo que no fue sino una estrategia de lavado de cara del franquismo.
Por su parte, Inés y la alegría termina en plena transición, en una España moderna y muy iluminada, donde ya todo lo malo pasó definitivamente. El final feliz también es ideológico porque da por cerrado un episodio histórico que, en realidad, continúa abierto. En estas novelas, que se proponían rescatar del olvido un episodio silenciado de nuestra Historia, se termina reproduciendo la idea de que aquello ya pasó, que aquel pasado ya está cerrado y que ya no forma parte de nuestro presente, plácido, tranquilo, «aburrido y democrático».
Frente a los libros de estos autores que se consideran de izquierdas y hasta republicanos, que en el fondo asumen una visión conformista del conflicto y del presente (no tiene nada de literatura comprometida porque es cómplice, aseguras), propones recuperar otra memoria, una memoria violenta, que se oponga de forma radical al sistema. ¿Podrías profundizar un poco esta idea de memoria violenta?
Tomo la idea de Walter Benjamin. Creo que la memoria tiene que ser un instrumento de oposición al presente. ¿Por qué? Porque nuestro presente está lleno de pasado, nuestro presente es heredero de aquel pasado que ganó la guerra. Creo en una noción de memoria que visibilice la relación de continuidad que existe entre aquel pasado y nuestro presente. Hay que mostrar esa continuidad para romperla. Nuestros novelistas ocultan esa relación de continuidad y por lo tanto, a partir de la lectura de sus novelas, difícilmente podremos romper algo que ni siquiera somos capaces de ver, porque no nos lo enseñan. La memoria tiene que servir para cambiar el presente, para hacer añicos un presente que es heredero del pasado que perdimos en la Guerra Civil.
En ese sentido empleo la noción de “memoria violenta”: una memoria que no se conforme con la recordación del pasado, sino una memoria que nos permita romper con un pasado que sigue instalado en nuestro presente.
Con tanto hablar de conflictos pasados, en el fondo se evita tratar conflictos presentes, dices: “Evocar un pasado conflictivo, como es el caso del de la Guerra Civil española, se pone en funcionamiento el mecanismo ideológico que desplaza la posibilidad de concebir nuestro presente como asimismo conflictivo”. ¿Dónde ves la novela contemporánea, la escrita hoy y sobre temas de hoy, con respecto de los conflictos sociales y políticos actuales? ¿Se estudiará en el futuro la novela del siglo XXI sólo para descubrir que no hay novelas que hablen del presente porque todas están muy ocupadas hablando de otra cosa?
Hay novelas ambientadas en el presente, pero que no hablan del presente. Eso lo traté en otro libro, al que antes hacía mención: La novela de la no-ideología. Novelas que, como éstas, interpretan todo conflicto desde el yo, todos los problemas de los personajes son individuales, nunca políticos, sociales o colectivos. Esta forma de desplazar el conflicto –siempre encontrando la explicación en el yo– es lo que define, en mi opinión, la novela española actual, se ambiente en la Guerra Civil o en la actualidad. Sin embargo, hay excepciones y hay novelistas que sí visibilizan los conflictos. Belén Gopegui, Marta Sanz o Isaac Rosa, entre otros, y señalo sólo los más conocidos, sí reconocen que nuestro presente es conflictivo y ese conflicto, que sí es político, es abordado en la novela.
En tu ensayo aseguras que el fenómeno que rodea la actual novela de la Guerra Civil no es algo exclusivamente español ni producto de la Transición, sino que se puede apreciar por ejemplo en la literatura y el cine sobre la Segunda Guerra Mundial y su visión “humana” de los nazis, lo que permite despolitizar lo sucedido y, entre otras cosas, convertir a verdugos en víctimas. ¿Qué tiene el boom de las novelas de la Guerra Civil de fenómeno propio español y cuánto de corriente mainstream global?
Efectivamente, no es un fenómeno español. A veces creemos que somos el ombligo del mundo y que todo se puede explicar desde nuestra concreta coyuntura histórica. Y lo analizamos todo en clave Cultura de la Transición. Y creo que ese análisis no es errado, pero sí incompleto. Los mismos discursos que aquí denominamos Cultura de la Transición se dan en otros contextos muy distintos. ¿Por qué? Porque en realidad es cultura –o mejor: es la lógica– del capitalismo avanzado. La despolitización, la equidistancia o poner el foco en lo humano para desplazar lo político y lo social –lo histórico–, elementos constitutivos de nuestra narrativa última, también están presente en novelas y películas europeas y estadounidenses. Luego, y respondiendo a la segunda parte de tu pregunta, lo que tiene propiamente de español este fenómeno es el escenario –la Guerra Civil– y la visión cainita o fratricida de la misma.
“Las novelas sobre la Guerra Civil española funcionan como respuesta literaria al pacto del olvido que supuso la Transición”, escribes, citando a María Corredera. ¿Te interesaba también con La guerra civil como moda literaria sumarte a la actual crítica a la Transición?
Me interesa, pero, como te decía, tiene sus limitaciones. Porque, insisto, yo no creo que la cultura no-conflictiva (o lo que en otro lugar he denominado “la novela de la no-ideología”) sea fruto de la Transición, sino del capitalismo. Es el capitalismo el que nunca se nombra, es la burguesía la clase innombrable. Centrarnos en la Transición me parece limitar en exceso dónde está la causa que provoca los efectos que hoy padecemos.
Por cierto, tras la invasión de las novelas de la Guerra Civil, avanzas el siguiente fenómeno literario en ocupar librerías y secciones de cultura de los medios de comunicación: las novelas sobre la Transición. ¿Es aplicable a esta nueva novela de la Transición las críticas que haces a la de la Guerra Civil?
Todo parecía indicar que, una vez agotada la moda literaria de la Guerra Civil, ésta iba a dejar el relevo a novelas sobre la Transición. Los primeros síntomas mostraban que iba a ser así, que se iba a poder aplicar el mismo análisis, porque el esquema novelístico iba a ser parecido. Sin embargo, desde que el relato de la Transición ha entrado en crisis, creo que va a ser más complicado que se conforme esta nueva moda y, llegado el caso, si se conforma, creo –y aun espero– que irá por otros derroteros.
Estamos en un momento histórico en que el relato de la Transición se viene abajo y eso dificulta que la Transición se convierta en moda literaria. Pueden salir novelas contra el relato de la Transición –de hecho están saliendo, y destaco Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz y El tiempo cifrado de Matías Escalera– pero difícilmente saldrán otras que lo legitimen. Aunque, quién sabe, quizá haya un repunte del relato cuando los poderosos disparen su última bala, y bien podría ser posible que ésta viniera acompañada de novelas que traten de relegitimar un relato que está en crisis. Pero esto sólo es especulación, y sólo el tiempo lo dirá.
Para terminar, ¿qué responsabilidad tienen los medios de comunicación de masas en esta visión conformista del pasado, de la Guerra Civil y el franquismo, en esta “desactivación política del lector”? Los medios son altavoz de la visión dominante, pero además dan cabida a este tipo de novelas en sus suplementos y secciones culturales sin cuestionarlas.
Los medios de comunicación operan, como la literatura, en la transmisión ideológica. Pero además tienen el poder de poner en circulación unos discursos y no otros. Evidentemente, han utilizado su poder para difundir discursos que coinciden con los dominantes, con aquellos que participan en la desactivación del lector.

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