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Reseña de Cristina Somolinos "La Guerra Civil como moda literaria"


Entrevista RADIO 3 (I)

Abrazos

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«Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta Política de Reconciliación Nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos este pasado de una vez para siempre»: son palabras pronunciadas por Marcelino Camacho, el 14 de julio de 1977, el mismo día que se constituyeron las Cortes Constituyentes.

Han pasado casi cuarenta años de aquello. Hoy España vive una crisis de régimen que hace imprescindible cuestionar el mito fundacional de nuestra democracia: la Transición. Sin embargo, el cuestionamiento del «relato de la Transición» debe hacerse desde el rigor, o no correrá sino el riesgo de convertirse en un nuevo «relato», en un nuevo mito. Las palabras de Marcelino Camacho pueden servir, una vez sacadas de contexto, para construir un relato donde los comunistas contribuyeron a la política de silencio y olvido que ha sido el pecado original de la democracia. La política de Reconciliación Nacional –se puede inferir de sus palabras, así descontextualizadas– convertiría al PCE, igualándolo a los partidos que conformarán el «régimen del 78», en responsable y aun cómplice de la amnesia nacional. Mirando solo hacia el futuro y olvidando el pasado.

Es preciso que no enfrentemos el relato con más relato, sino con Historia. ¿Cómo? Atendiendo a la correlación de fuerzas y a la concreta coyuntura histórica. Porque el PCE, partido que hegemonizó la oposición al franquismo, tuvo fuerzas para tumbar el régimen pero no las suficientes como para construir una verdadera democracia. Esa es la correlación de fuerzas que Manuel Vázquez Montalbán denominó, acaso irónicamente, «correlación de debilidades». Los comunistas tuvieron capacidad para lograr la amnistía de presos políticos, pero no para impedir que el franquismo garantizara con ella su impunidad. «Se podría decir –como apunta la historiadora Carme Molinero–: ¡qué inocentes!, les estaban colando la impunidad de los responsables y agentes de la dictadura por los crímenes cometidos a lo largo de tantos años. Es cierto, pero puede ser considerado ahistórico en el sentido de que aquella no era una prioridad de 1977, como tampoco lo era en 1965. Para los actores políticos de aquel momento la cuestión fundamental no era mirar el pasado; necesitaban todas las energías para construir el futuro».

Es necesario acudir al contexto para que el relato –el viejo y el nuevo– no se imponga sobre la Historia. Por este motivo resulta tan necesario y fundamental Argentina contra Franco, el nuevo libro de Mario Amorós, que publica la editorial Akal en su colección «A Fondo», dirigida por Pascual Serrano. Un libro que nos habla de la posibilidad de la ruptura: no de enfrentarnos a la Transición con un nuevo relato, sino rompiendo políticamente con ella. La «Querella Argentina» contra Franco abre, por primera vez, la veda para que los crímenes del franquismo se sometan a un proceso judicial que ponga fin a la impunidad hasta ahora disfrutada. Como afirma Mario Amorós, todo cambia el 14 de abril de 2010 con la «Querella Argentina», que ha de «poner fin al blanqueamiento histórico de la dictadura, la relativización de sus crímenes y la exaltación de sus supuestos logros». El fin de la impunidad del franquismo puede constituir la ruptura democrática necesaria que no pudo alcanzarse en la Transición.

Pero, ¿cuáles fueron los crímenes del franquismo que todavía hoy viven bajo impunidad? El libro de Mario Amorós los describe detalladamente a través del testimonio de los torturados por la policía franquista. Los recuerdos de todos ellos se dirigen a un mismo lugar: la Puerta del Sol, donde se encontraba la Dirección General de Seguridad y la Brigada Político-Social. Como recoge Amorós, «todos los testimonios lo describen como un lugar sórdido, tétrico, oscuro, evidentemente destinado a causar terror entre los detenidos, a prepararles para lo que les aguardaba en los interrogatorios, que tenían lugar en el primer piso. Las condiciones existenciales eran verdaderamente penosas. La mayoría de celdas no tenían retrete, sino un simple e inmundo agujero. Había una colchoneta envuelta en hule, muy sucia, y unas mantas que prácticamente caminaban por las cucarachas e insectos que alojaban. Estaban iluminadas tenuemente durante las 24 horas del día, de tal modo que los presos perdían el sentido de la orientación y además los policías podían verles en cualquier momento del día. Los detenidos apenas podían intuir la hora por el tipo de comida que les servían, alimentos espantosos que llegaban en un plato de estaño o aluminio y que normalmente rechazaban, convencidos de que iban a sentarles mal. La mayoría solo tomaba agua durante la detención».

En la Puerta del Sol los detenidos eran interrogados y torturados, sin la presencia de un abogado. Los tipos de tortura eran variados, desde «la botella borracha» («te rodeaban entre seis u ocho agentes de la Brigada Político-Social y te golpeaban de manera brutal [con] una mezcla de odio, crueldad y sadismo») hasta otras prácticas denominadas «la bañera», «la barra», «el pato», pasando por «el número de la pistola», que consistía en colocarle al detenido el arma en el pecho o la cabeza y disparar en falso. Tortura física y psicológica a la par.

En la Puerta del Sol, donde hoy se asienta la Presidencia de la Comunidad de Madrid, estuvo la Dirección General de Seguridad y la Brigada Político-Social. Sus paredes han visto demasiado, pero parece que también han perdido la memoria. Dicen que las paredes hablan, pero estas también han asumido el pacto de silencio: ni una placa recuerda lo que sucedió en el interior de ese edificio, ni una sola palabra homenajea a quienes se dejaron el cuerpo y la vida luchando contra una dictadura para traer la democracia a este país.

Todo el mundo se llena la boca con la palabra «democracia», pero se tiende a olvidar que para vivir en libertad los muertos y los torturados los pusimos los comunistas. La ausencia de sus nombres escritos en la ciudad duele. Como duele este libro que ha escrito Mario Amorós, cuando nos describe el terror sufrido por los luchadores antifranquistas. Duele incluso más cuando se reconoce que entre los torturados se encontraban personas con las que hoy convivimos, compartimos actos, charlas, amistades. Así que, queridos lectores, cuando os encontréis a Willy Meyer –tan injustamente denostado en los últimos meses por los medios de producción de las palabras– dadle un abrazo; cuando os encontréis a Julia Hidalgo, dadle un abrazo; cuando os encontréis al histórico dirigente Víctor Díaz Cardiel, dadle un abrazo. Nuestro abrazo no será solo un gesto de ternura, será un modo de recordarles que no se encuentran solos ante la Historia.


David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 282 (marzo, 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4724

Nuestra memoria literaria

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Nos han robado nuestra memoria. Nuestra memoria histórica, pero también la literaria. Mientras se producía el rapto, los comunistas no tuvimos la fuerza –o acaso nos faltó la voluntad– para acudir a su rescate. La consecuencia es la siguiente: apenas nada sabemos de uno de los nuestros, de un desconocido dramaturgo llamado Francisco Martínez Allende, que tras la guerra se exilió en Cuba, Argentina y Santo Domingo, tras pasar por los campos de refugiados –en estricto, de concentración– franceses, donde, en uno de ellos, en Montolieu, en 1939, es posible que escribiera Camino leal, una obra de la que tampoco sabemos nada. Por fortuna, contamos con la labor académica e investigadora de personas como Juan Antonio Hormigón que nos permiten recuperar nuestra memoria literaria.

En una muy documentada y rigurosa introducción, Juan Antonio Hormigón reconstruye la biografía de un autor del que lo desconocíamos todo. Al parecer, Martínez Allende, un sindicalista del ramo del comercio, participó activamente durante la Segunda República y la Guerra Civil en la construcción de un teatro político y popular. En 1936 fue uno de los impulsores de “La Tribuna”, cuyo manifiesto fundacional llevaba por título “Hacia un teatro del Pueblo”. Durante la Guerra Civil organizó y dirigió distintos teatros de guerra en el frente y la retaguardia, como “El Retablo”, “Altavoz del Frente” o “Guerrillas del Teatro”. Participó también en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas en defensa de la Cultura, formó parte de la comitiva española que visitó la URSS con ocasión del V Festival del Teatro Soviético y fue miembro del Consejo Central del Teatro del gobierno de la República. Es difícil documentar si escribió, durante este periodo, alguna pieza teatral o constatar que son de su autoría aquellas que se le atribuyen.

Lo que no es objeto de discusión es que Francisco Martínez Allende escribió, ya en el exilio, la obra que se ha encargado de editar y rescatar la Asociación de Directores de Escena: Camino Leal. Protagonizada por Teleñín, un minero encarcelado tras la Revolución de Asturias, pero puesto en libertad con la amnistía del Frente Popular de 1936, Camino Leal es un drama de tres actos, donde se pone sobre las tablas la lucha revolucionaria del pueblo asturiano de 1934 y su resistencia frente al golpe de Estado fascista de 1936. Camino Leal se publicó en México, en la editorial Séneca, aunque se imprimió en la imprenta que Manuel Altolaguirre y Concha Méndez había montado en La Habana. El libro iba acompañado de un prólogo de José Bergamín, que asimismo recoge esta primera edición española realizada por Juan Antonio Hormigón.

Camino leal, nos dice Hormigón, “no es propiamente teatro del exilio, sino más bien de testimonio de un tiempo de combate contra el fascismo que destruía España”. Porque el fascismo no sólo ganó la guerra militar, sino también la cultural, borrando del mapa la labor realizada por la República. La prueba de su victoria se encuentra en nuestro desconocimiento de la obra de Martínez Allende. Como dice Hormigón en su estudio, Camino leal es teatro político, pero difiere del denominado agit-prop al no tratarse de una literatura de urgencia, pues lo narrado forma parte del pasado; en este sentido, el autor abandona “la urgencia, la coyuntura inmediata y el esquematismo, para contar una historia con todas las complejidades [por medio de] una estructura dramática que desmonta el costumbrismo superficial y lo convierte en crónica de un episodio de la lucha de clases en España, así como de la resistencia al fascismo y la explotación”.

No estamos ante personajes planos ni posicionamientos maniqueos. Incluso la obra se atreve a romper la brechtiana cuarta pared y vemos al protagonista, encerrado en una celda, dirigiéndose de pronto al público: “Respetables espectadores, buenas noches. Aquí tenéis frente a vosotros un hombre. Todo un hombre de carne y hueso, no un pelele ni un fantasma hecho a capricho para la comedia. ¡Aquí no hay comedia! ¡No hay ficción! [...] Yo pienso y siento. ¡Yo vivo! Ahora, donde yo no aparezca puede que haya algo de fantasía del autor. ¡Pero nunca donde yo esté! ¡Verdadero! Oídlo bien: ¡VERDADERO! Fue esta la primera condición que le impuse al autor cuando me propuso traerme al teatro. Que yo había de vivir tal cual soy”. Y añade el personaje: “¿Que esto que hago es salirse de las leyes del teatro, como me dijo el autor? ¡Tanto mejor! Si estas leyes son como las otras que andan por el mundo –que deben serlo-, ¡tanto mejor!”.

Camino leal rompe las reglas del teatro con la intención de romper asimismo las reglas que imponen nuestra visión de la realidad. Se trata de un teatro político que no se enfrenta directamente a una realidad inmediata, sino a la ideología que la construye. Camino leal se escribe contra el fascismo que el autor observa desde una distancia física y temporal, contra una dictadura que está borrando de la Historia a hombres y mujeres como los que protagonizan su obra. Una obra que nos recuerda que perdimos la guerra ideológica, pero el hecho de que hoy podamos leerla por primera vez, acaso signifique que tenemos la ocasión de ganar alguna batalla.

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 281 (febrero, 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4561

"El silencio es siempre una forma de complicidad con el poder". Entrevista en MO sobre La Guerra Civil como moda literaria

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David Becerra Mayor es suficientemente conocido en las páginas de Mundo Obrero: entre otras cosas, nos ha recomendado algunos libros que demuestran que otra literatura es posible… También lo conocemos por su trabajo en la Fundación de Investigaciones Marxistas como responsable de la Sección de Estética y Literatura, por la magnífica edición crítica de La mina, de Armando López Salinas y por sus colaboracion es en distintos medios de prensa escrita como La marea, El confidencial o El telégrafo, de Ecuador, además del ya citado Mundo Obrero. David Becerra es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, autor de numerosos artículos de crítica literaria en revistas especializadas sobre La Celestina, El Quijote y la producción literaria de Quevedo, Torres Villarroel, Pérez Galdós, García Lorca, Max Aub o Miguel Hernández. Autor de los libros Qué hacemos con la literatura (con Raquel Arias Careaga, Julio Rodríguez-Puértolas y Marta Sanz) y La novela de la no-ideología y acaba de publicar su libro La guerra civil como moda literaria, con un prólogo de Isaac Rosa, en el que entra a fondo en la novela española escrita entre los años 1989 y 2011, diseccionando temas, argumentos y contradicciones para validar el título de este brillante ensayo.

Mundo Obrero: Primero, una apreciación global sobre este último libro. La cubierta, la dedicatoria a Armando López Salinas, las citas que aparecen al principio, el prólogo de Isaac Rosa, los cuadros gráficos con los títulos de las novelas, autores, fecha de publicación… Denota, en todo momento, un trabajo riguroso y un compromiso claro e imagino que te sentirás satisfecho…
David Becerra:
Sí, es fruto de un enorme trabajo, de casi cuatro años de investigación, lecturas y reflexión sobre cómo nos está contando la Guerra Civil la novela española actual. Las citas que abren el libro -la de Walter Benjamin y la de Macherey y Balibar- son muy representativas no sólo del objetivo marcado, sino también del marco teórico en el que se ha desarrollado la investigación; los cuadros gráficos y la configuración de un corpus narrativo que pretendiera incluir el mayor número -el objetivo era la totalidad- de novelas publicadas sobre la Guerra Civil en las dos últimas décadas responde a la voluntad de presentar un libro lo más riguroso y exhaustivo posible. Pero, como señalas, en la producción de este libro también han participado otras personas que sin duda han mejorado su resultado. El trabajo de edición de Lourdes Lucía, la editora de Clave Intelectual, ha sido importantísimo, no sólo por haber confiado en este texto para ofrecerlo a la esfera pública; el diseño de cubierta de Javier Díaz Garrido, inspirado en un famoso cartel de la Guerra Civil, es inmejorable; el prólogo que Isaac Rosa le regala al lector, recoge a la perfección el sentido de esta obra; todo ello ha contribuido a hacer del libro un mejor libro. Y la dedicatoria a Armando López Salinas no sólo es un homenaje y un recuerdo, sino también una forma de señalar la huella histórica que nos ha dejado, que nos permite pensar, incluso hoy, donde late una desconfianza hacia la capacidad emancipadora de la literatura, que otra literatura es posible porque otra literatura ha sido posible, y sus novelas son una prueba de ello porque la literatura puede intervenir en lo público y no sólo refugiarse en los ámbitos de lo privado; porque la literatura también puede visibilizar las contradicciones radicales del sistema capitalista, no sólo desplazarlas. Recordar a Armando no es sólo recordar la magnífica persona y magnífico militante que fue, sino también todo lo anterior.

M.O.: ¿Qué es lo que pretendes con esta obra?
D.B.:
Invitar a la reflexión sobre cómo se está reconstruyendo la Guerra Civil desde la novela española actual. Observar cómo, en estos textos narrativos, el pasado histórico se despolitiza, se desplazan las tensiones políticas y sociales a favor de una lectura de los conflictos en clave individual, psicologista o moral. En estas novelas hay muy poca Guerra Civil -entendida en un sentido histórico y político-, porque no funciona sino como escenario o telón de fondo. Pretendía mostrar esto y acaso también advertir que no podíamos dejar nuestra memoria en manos de novelistas a quienes poco o nada les interesa la Historia, o les interesa superficialmente y sólo para construir una atractiva trama narrativa. Hay que trabajar más la memoria histórica, articularla políticamente, para que la clase dominante no se apropie de nuestro pasado, para que no sean ellos quienes cuenten nuestra historia.

M.O.: El año 1989 tiene un significado histórico en la narrativa, en este caso la española y por eso, las novelas que estudias son las publicadas a partir de esa fecha…
D.B.:
Es el año en que cae el muro. Dos años después se descompone la Unión Soviética. Los ideólogos del capitalismo aprovecharon la coyuntura para celebrar que habíamos alcanzado el Fin de la Historia. Con el fin de su última antinomia, el capitalismo ya podía presentarse como sistema-mundo, contar que más allá del capitalismo no había nada ni alternativa posible. Además, se asumió que en el capitalismo ya no había conflictos ni contradicciones. Este discurso lo interiorizan nuestros novelistas que, a partir de la fecha, empiezan a omitir lo político y lo social de sus novelas. También ocurre esto en las novelas sobre la Guerra Civil. Son novelas que funcionan como un operador privilegiado de legitimación y reproducción de esta ideología.

M.O.: ¿Qué significa que la Guerra Civil es un género literario o un subgénero de la novela histórica?
D.B.:
Dos cosas, que además son contradictorias. La primera, que creo que se puede asumir con cierto optimismo, es una señal clara de que la sociedad española ya no es la misma de la Transición, que la sociedad española ya no acepta el silencio ni el olvido. Que se publiquen tantas novelas sobre la Guerra Civil no puede sino leerse como un síntoma de que la sociedad española quiere romper el pacto de silencio y quiere conocer su pasado. Sin embargo, cuando se leen estas novelas no podemos sino rebajar la euforia. Porque estas novelas apenas nos dicen nada de nuestro pasado, nos hablan más de nosotros mismos que de nuestra Historia, de conflictos como pueden ser los de un sujeto individualizado del presente capitalista, pero ubicado en un pasado histórico como el de la Guerra Civil. Estas novelas, definitivamente, no sirven para conocer mejor nuestro pasado ni, mucho menos, para que el conocimiento de nuestro pasado pueda contribuir a cambiar radicalmente el presente, que es para lo que debería servir la memoria en un sentido fuerte, benjaminiano.

M.O.: ¿Qué se oculta cuando la guerra civil es un pretexto o un escenario para una novela?
D.B.:
El silencio es siempre una forma de complicidad con el poder. Por eso resulta tan importante, en la crítica literaria, no tanto mostrar qué dicen las novelas, sino qué callan. Estas novelas sobre la Guerra Civil -o el grueso de ellas- silencian, u ocultan, el significado histórico de la Guerra Civil, sus contradicciones radicales, sus tensiones, su conflicto de clase, etc. Pero se silencia también la continuidad que existe entre el pasado vencedor y su presente heredero, se silencia que quienes vencieron, los vencedores del conflicto, siguen ocupando hoy una posición de dominación de clase en la actualidad. Silenciar eso no puede leerse sino como un gesto de complicidad con el poder.

M.O.: ¿Crees que las novelas sobre la Guerra Civil están usurpando la memoria histórica?
D.B.:
Decía Walter Benjamin que vivimos en un instante de peligro cuando la clase dominante se apropia de la Historia; cuando eso ocurre, sigue diciendo el marxista alemán, significa que ni los muertos están a salvo, y que el verdugo no ha cesado de vencer. Creo que vivimos en ese instante de peligro. Estas novelas lo certifican.

M.O.: ¿Cómo debería ser una novela sobre la guerra civil?
D.B.:
El trabajo de un crítico literario no creo que tenga que ser normativo, sino descriptivo. La función de este libro no es señalar las pautas que tiene que seguir un novelista para escribir sobre la Guerra Civil, sino analizar cómo se está literaturizando en la actualidad. Creo que tienen que ser los novelistas quiénes diriman cómo tienen que ser sus novelas; la función del crítico es analizar esos discursos públicos llamados "literatura" y, en el caso de un crítico literario marxita, observar el potencial emancipador o, al contrario, la capacidad inmovilizadora de esos discursos. Ahora bien, creo que este libro sí podría leerse como el perfecto manual de cómo no se debe escribir una novela sobre la Guerra Civil. Al señalar cuáles son los caminos que han explorado nuestros novelistas, y demostrar lo estériles que son para la transformación política, quizá podría servir para que otros novelistas traten de explorar otras vías.

M.O.: En el libro, analizas en profundidad la ideología del capitalismo avanzado, es decir, el postmodernismo…
D.B.:
Ya lo decía Jameson: la posmodernidad es la lógica cultural del capitalismo avanzado. Se trata de ver cómo esta moda literaria de la Guerra Civil asume ciertos postulados posmodernos, algunos de los cuales ya los hemos señalado: el fin de la Historia, la invisibilización de la huella de lo político y lo social a favor de una visibilización del conflicto en términos de individualidad, el creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles, sin contradicciones ni conflictos, etc. La postmodernidad, lejos de ser la cara estrambótica de la modernidad, forma parte del discurso de la ideología dominante.

M.O.: Esos elementos de la ideología dominante tú los concretas en la despolitización y aideologismo, la descripción fratricida del conflicto y la construcción neohumanista de la Historia. ¿Puedes citar algunos pasajes de estas novelas?
D.B.:
Se entiende por neohumanismo la concepción en la cual se tilda de accidental o superficial un suceso histórico –en este caso, la Guerra Civil- que, en tanto que accidental, nada altera la verdad esencial de los hombres: pueden estar divididos por ese accidente llamado Guerra Civil, pero desde su interior, su esencia, se igualan. No importa quién es víctima o verdugo, lo que se tacha de superficial; en el fondo, son dos seres humanos iguales. El neohumanismo es una fórmula muy efectiva de despolitizar la Historia. Esta lógica está en múltiples novelas y son un ejemplo claro Soldados de Salamina de Javier Cercas, La mula de Eslava Galán o El lector de Julio Verne de Almudena Grandes. El fratricidio –entender la Guerra Civil como un enfrentamiento entre hermanos y no entre clases o posiciones políticas- está muy presente también en nuestra narrativa; un ejemplo claro es La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina, como se comprueba desde el nombre mismo del protagonista, Abel, que nos remite al fratricidio bíblico. Podríamos hacer un catálogo de novelas donde se ponen en funcionamiento estos mecanismos de despolitización del pasado, pero supondría casi una total reescritura del libro, donde se analizan detenidamente estas estrategias ideológicas que están presentes en las novelas sobre la Guerra Civil escritas en la actualidad.

M.O.: Dices que el pasado, en la novela española actual, no es más que la construcción nostálgica de un tiempo que ya no nos pertenece. Sin embargo, ese pasado es parte de nuestra historia…
D.B.:
Claro que nos pertenece, pero la novela convierte el pasado en un episodio muy lejano, que nada tiene que ver con nuestro presente. Lo que ocurre es que, con estas novelas, miramos el pasado como quien mira el espejo reluciente de Jameson. Un espejo donde queremos ver nuestro rostro reflejado, pero nos lo impide un destello de luz, cegador; no podemos reconocernos en el espejo, como difícilmente podremos reconocernos en el pasado a través de estas novelas. Estas novelas no nos permiten vernos el rostro y a la vez nos hechizan, nos hacen creer que el pasado fue un tiempo para aventuras de pasión y muerte. Esta construcción del pasado nos desactiva como lectores, nos impide relacionarnos de forma activa con el pasado; en este sentido, lo vemos como algo ajeno, que no nos pertenece.

M.O.: Pero está claro que a la ideología dominante se la combate con pensamiento crítico alternativo, con políticas de transformación social, con programas educativos que no oculten la Historia… Hay que desenmascarar esa gran mentira de que el postmodernismo es la alternativa al capitalismo…
D.B.:
Hay quien celebra la postmodernidad, pues la entiende como la posibilidad radical de cuestionar nociones clásicas como verdad, totalidad, etc., que asimismo se interpretan como estructuras represivas, pues desde siempre han estado construidas por el poder. Y posiblemente tengan razón. Sin embargo, al renunciar a la verdad, a la posibilidad de ambicionar el conocimiento en su totalidad, de aprehender la totalidad del mundo desde la ciencia y el conocimiento, en realidad estamos renunciando también a transformarlo. Ya lo decía David Harvey: cómo nos vamos a comprometer con algo si ni siquera podemos tener certeza de su existencia.

M.O.: Y no podemos olvidar la importancia de la Literatura. Por eso, podemos estar de acuerdo con Isaac Rosa en que seguimos esperando la gran novela sobre la Guerra Civil…
D.B.:
Ahora que el capitalismo, su ideología, su sistema de valores, está en crisis, ahora que la correlación de fuerzas ha cambiado, quién sabe si seremos capaces de establecer otra relación con el pasado, de construir otra noción de memoria, lograr disputar la hegemonía y, tal vez, poder escribir otro relato de la Guerra Civil que no sea el que hoy es dominante.

M.O.: “Que nos ayude a saber de dónde venimos, quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí, y cómo podemos transformar nuestro tiempo”…
D.B.:
Acertadas palabras de Isaac Rosa en el prólogo, pues no se trata de otra cosa: de conocer el pasado para poder conocer el presente para transformarlo.

M.O.: Frente a los planteamientos de la inmensa mayoría de las novelas sobre la guerra civil, tú consideras que el pasado que se perdió en la guerra civil fue el de la posibilidad de construir una presencia revolucionaria en España.
D.B.:
Hay un pasado que venció y que hoy forma parte de nuestro presente, y hay un pasado frustrado, no amortizado, que hoy está olvidado y silenciado. No sabemos qué hubiera sucedido si ese pasado derrotado no hubiera perdido la guerra y formara parte de nuestro presente. Lo que sí podemos conocer es lo que ocurrió y asimismo podemos reconocer la continuidad que se establece entre la Guerra Civil y nuestro presente. Este libro, además de ser un libro de crítica literaria, que lo es, de ser un poco de teoría de la literatura y un poco de Historia, yo lo reivindico también como un libro político. Porque, además de analizar estas novelas –o precisamente, porque se analizan estas novelas- propone otra forma de relacionarnos con el pasado, otra forma de articular políticamente la memoria. Este libro es un libro que llama a la ruptura a través de la memoria, a la necesidad de construir una noción revolucionaria de memoria que busque no sólo recordar el pasado sino cambiar el presente desde nuestra Historia. Este libro busca convocar a nuestros muertos en este aquí y ahora para, con ellos, junto a ellos, transformar el presente, que no es sino pasado vencedor.

Pues nos quedamos con esa crítica revolucionaria que denuncia la liquidación de la historicidad y reivindica la capacidad de trasformar el presente por medio de la rememoración del pasado. Porque no aceptamos el fin de la historia, ni que ésta sea un conjunto fragmentado de relatos inconexos. Porque podemos pensar la Historia, porque podemos escribir otra literatura, mantenemos nuestro compromiso por la transformación social. Y David Becerra Mayor lo hace en este nuevo libro, imprescindible para profundizar en las claves de la ideología dominante del capitalismo avanzado.

Ana Moreno Soriano // Mundo Obrero, nº 283 (abril 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4725

Decálogo para escribir una novela sobre la Guerra Civil

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1. Advertencia inicial. La función del crítico no es normativa, sino descriptiva. Luego, tienen que ser los propios novelistas quienes diriman cómo se debe escribir una novela sobre la Guerra Civil. No obstante, después de analizar cómo se está reconstruyendo en la actualidad la Guerra Civil desde la novela, podemos trazar unas líneas, haciendo una lectura ex contrario de las novelas, sobre cómo debería escribirse una novela sobre la Guerra Civil. Procedamos.

2. Es motivo de celebración que en la actualidad se escriban tantas novelas sobre la Guerra Civil. Después de asumir el pacto de silencio y olvido de la Transición, que se publiquen tantas novelas sobre la Guerra Civil no puede sino leerse como una magnífica noticia. Significa que la sociedad española no es la misma de la Transición, que la sociedad española ha perdido el miedo de Lot de convertirse en estatua de sal si mira hacia atrás. Sin embargo, para no frustrar a una sociedad ávida de pasado, a un lector potencial que busca conocer la Historia de su país a través de la literatura, la Guerra Civil debe ocupar la centralidad temática de las novelas, no limitarse a ser un atractivo telón de fondo o escenario.
Después de asumir el pacto de silencio y olvido de la Transición, que se publiquen tantas novelas sobre la Guerra Civil no puede sino leerse como una magnífica noticia
Las novelas de la Guerra Civil deberían hablar de las tensiones políticas y sociales que determinaron el conflicto, no plantear temas abstractos o bellas historias de amor con la Guerra Civil de fondo. Aunque una novela con una cubierta con fotografía en blanco y negro y ambientada en 1936 venda, la Guerra Civil no puede ser un reclamo publicitario.

3. Cuando se escribe una novela histórica, hay que tratar de acercarse a la Historia con el máximo rigor posible. Para ello es preciso realizar, previamente a la redacción de la novela, un arduo trabajo de investigación. En la primera fase de la investigación hay que confeccionar una bibliografía. Conviene que la bibliografía esté actualizada, de lo contrario, si los estudios consultados son anteriores a la democracia, se corre el riesgo de confundir mito e Historia. El resultado es que, en pleno siglo XXI, se siguen escribiendo novelas que reproducen lo que Herbert R. Southworth denominó «el mito de la cruzada de Franco». Hay que empezar a leer a historiadores rigurosos como Fernando Hernández Sánchez, Ángel Viñas, Julián Casanova, Francisco Espinosa, entre otros, y dejar en el desván autores como Bolloten, De la Cierva u otros revisionistas como Pío Moa.
Guerra civil española
Guerra civil española
4. Se me puede argüir que a un novelista, a diferencia de lo que ocurriría con un historiador, no hay que exigirle que cuente la verdad, ya que su ámbito de trabajo es la ficción. Que la literatura solo a la literatura se debe. De acuerdo. Pero hay que diferenciar entre una licencia poética y la tergiversación o la manipulación histórica. Si la ficción –o la mentira– legitima un relato histórico a favor de los vencedores, reproduciendo el que fue relato oficial durante 40 años de dictadura, es obligación del crítico señalarlo. La licencia poética, al contrario, no modifica en absoluto el relato histórico (interviene únicamente en la diégesis ficcional). El novelista, pues, debe trabajar con la ambición de aprehender la verdad histórica (aunque lo haga con mecanismos propios de la ficción).

5. No reducir todo el conflicto a los móviles personales y a una visión fratricida de la Guerra Civil. Una descripción de estas características aniquila todo componente político y social en virtud de una lectura donde las categorías abstractas como el odio y la venganza, e incluso el miedo que conduce a los personajes a actuar en contra de sus seres más cercanos, desplazan las categorías objetivas e imposibilitan un acercamiento histórico al fenómeno en cuestión. Categorías como las señaladas –odio, miedo, venganza, etc.–  deben reconocerse como síntomas del conflicto, pero no como elementos determinantes que lo originan. Confundir las causas con las consecuencias, lo determinante y lo determinado, puede provocar un falseamiento total o parcial de la Historia.
Confundir las causas con las consecuencias, lo determinante y lo determinado, puede provocar un falseamiento total o parcial de la Historia.

6. No reproducir la teoría de la equidistancia. Es frecuente encontrar en las novelas sentencias como «en esta guerra se han cometido muchas atrocidades por ambos bandos», «¿Asesinos? Sí, en este país hay y ha habido muchos asesinos, pero no solo los nacionales, no, también los otros han matado a muchos inocentes», «el terror era el mismo en ambas zonas, en siniestra simetría demente», etc. La simetría iguala en responsabilidad a víctimas y verdugos, borrando lo que fue la Guerra Civil realmente: un golpe militar en contra de un gobierno legítimo y democrático. Atribuir en idéntica simetría la responsabilidad del conflicto no solo supone un falseamiento de la Historia, sino que además responde a una insidiosa maniobra revisionista (como afirma el profesor Serge Salaün).  

7. Hay que romper el espejo de Jameson. Dice Fredric Jameson, en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, que en la posmodernidad la novela histórica funciona como un espejo al que acude el lector para ver su rostro reflejado en el pasado. Pero en vez de devolverle su reflejo, del espejo sale un destello de luz, siempre cegador, que impide a quien se mira en el espejo reconocerse en su pasado. Concibe, entonces, su historia como algo ajeno, inerte, inmóvil. La novela le impide al lector experimentar la Historia de un modo activo. El espejo, además, hechiza a quien se mira, como estas novelas hechizan al lector por medio de sugerentes aventuras de pasión y muerte, de vidas heroicas, de ideales y de un futuro todavía por escribir.
Una fotografía del frente de aragón de la guerra civil española.
Una fotografía del frente de aragón de la guerra civil española.
8. La memoria no puede ser solo recordación del pasado. Si así fuera, constituiría un mero ejercicio de nostalgia. Reivindico una noción violenta de memoria. Quiero decir: el pasado debe servir para transformar el presente, para hacer añicos el presente. La memoria –como quería Walter Benjamin– tiene que servir para disparar contra los relojes, para romper la continuidad que existe entre el pasado vencedor y el presente heredero; no como hacen nuestros novelistas, que más que disparar contra los relojes, parece que le dan cuerda.

9. En VI Tesis sobre la Historia, Walter Benjamin cuenta, en una suerte de alegoría, que un ángel sobrevuela la Historia y la observa; cuando quiere detenerse en las ruinas para observarlas de cerca, un viento huracanado le impide detenerse y le empuja hacia delante. A nuestros novelistas les sucede lo mismo que le sucede al ángel. La clase dominante no quiere que su posición de clase se explique desde los muertos que provocó su asalto al poder. Por eso es mejor no detenerse a mirar las ruinas, porque allí se encontrarán los muertos que la clase dominante dejó por el camino para ascender al poder. Comprometerse con el pasado significa tener voluntad de detenerse en las ruinas para entender cómo nuestro presente no es sino la versión actualizada de un pasado vencedor. Una novela sobre la Guerra Civil tiene que ayudar al ángel a que se detenga en las cunetas, a pesar del viento huracanado, para cuestionar el continuum entre el pasado de la Guerra Civil y nuestro presente, para visibilizar que nuestro hoy es heredero de aquel ayer.
Comprometerse con el pasado significa tener voluntad de entender que nuestro presente es la versión actualizada de un pasado vencedor.

10. El final feliz es un acto ideológico. El final feliz cierra un episodio de la Historia que todavía sigue abierto; cerrarlo, implica asumir la posición de la clase dominante que ha labrado su posición dando la espalda al pasado, porque en el pasado se encuentra su pecado original. El pasado sigue abierto porque sigue habitando en nuestro presente, en nuestras instituciones democráticas, y porque una parte de ese pasado –el pasado no amortizado, no convertido en presente– sigue enterrado en las cunetas. No puede haber final feliz sin verdad, justicia y reparación.
 

Hacia la bibliodiversidad. Notas para un cambio en la política cultural (2)

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Hacer la Revolución es tratar de transformar la sociedad a partir de la correlación de fuerzas existente. Vivir la pesadilla de una larga noche neoliberal, de la que todavía no nos hemos despertado, tiene sus consecuencias. La hegemonía capitalista no solo se materializa en la lógica de acumulación y concentración del capital, en los llamados ajustes y reformas en nombre de la austeridad, en la privatización de los servicios públicos, en la acumulación por desposesión –que diría Harvey–, sino también en nuestro inconsciente, cada vez más colonizado por la ideología del capitalismo avanzado. La lógica cultural capitalista nos ha llevado a concebir la cultura en términos de autonomía respecto a la sociedad y el Estado y, en consecuencia, se ha instalado en la sociedad, como una suerte de sentido común, que no hay que regular la cultura, sino dejarla fluir libremente. Claro que de autonomía, nada; más bien una estrecha dependencia de las leyes del mercado: solo existe, también en lo cultural, aquello que vende. Solo vende aquella mercancía cultural –valga el oxímoron– que tiene detrás un gran grupo que le permite abrirse camino en la selva del mercado.
            Si hacer la Revolución es tratar de transformar la sociedad a partir de la correlación de fuerzas existente, hay que reconocer que a esta batalla llegamos debilitados. Por esta razón, cuando nos planteamos una política cultural, enmarcada en un horizonte de transformación post-capitalista, o al menos post-neoliberal, debemos asumir con qué fuerza llegamos, qué capacidad de cambio real tenemos, para evitar futuras frustraciones. Hay que asumir que en una primera fase revolucionaria, la socialización de los medios de producción de las palabras será imposible. Es por ello que tenemos que traducir nuestro potencial transformador en medidas concretas, en acciones que puedan realizarse de forma inmediata una vez alcanzado el gobierno (que no el poder). Si no podemos cambiar la titularidad –de privada a pública– de los medios de producción habrá que intentar regular el mercado cultural para tratar de contrarrestar la hegemonía de quienes hoy dominan ese sector llamado «cultura». Como decía el teórico del socialismo del siglo XXI Michael Lebowitz, «no se trata simplemente de un cambio en la propiedad de las cosas; se trata de algo mucho más difícil: cambiar las relaciones de producción, las relaciones sociales en general».
            ¿Cómo se cambian las relaciones sociales en el ámbito de la cultura? Antes de responder a la pregunta formulada, acaso habría que sentar cuáles son los problemas que habría que corregir en el sector. Uno de los problemas acaso más acuciantes a resolver sea el déficit de pluralidad cultural existente, debido a que –como ya señalábamos en el artículo anterior [ADE-Teatro, nº 125 (diciembre, 2014)]– la decisión entre aquello que se lee y lo que no se lee se concentra cada vez en menos manos. Este hecho merma la pluralidad de la sociedad y perjudica su salud semántica. Además, cabe añadir, los mismos dueños de las editoriales controlan también, directa o indirectamente, las páginas culturales de los diarios y sus suplementos de cultura, a través de participar con capital en su sustento, bien por la vía de acciones, bien por la introducción de publicidad en sus páginas, que es lo hace sostenible el proyecto. Esta situación no favorece a la libertad de elección en un mercado hegemonizado por el gran capital. Lo mismo ocurre en el cine, donde las carteleras ofrecen apenas un resquicio de pluralidad, ocupadas en su mayoría por grandes producciones, casi siempre venidas de Hollywood.
            ¿Cómo resolver este problema? Mediante leyes o incentivos. De entrada, no va a ser posible socializar editoriales ni cines ni distribuidoras, pero sí legislar a favor de la pluralidad cultural y, por ende, a favor de los receptores –que han de dejar de ser meros consumidores– de la cultura. Se trataría de incentivar a –por ejemplo– librerías para que en sus escaparates, mesas de novedades, y aun en su fondo, tuvieran un porcentaje concreto de libros publicados por editoriales independientes. En la selva/mercado capitalista solo el más fuerte sobrevive; para que la cultura no sea una selva sino un espacio plural y desmercantilizado hay que proporcionarle a los más débiles –esto es, quienes no están impulsados por grandes grupos editoriales– garantías para que puedan asomar con éxito la cabeza. Esto garantizaría que las editoriales del gran capital no absorbieran todo el mercado, no acapararan toda la oferta.
Decíamos que este objetivo se puede lograr por la vía legislativa o por medio de incentivos. La primera opción, tal vez más agresiva, obligaría por ley a que librerías reservaran un espacio, en sus fondos, mesas y escaparates, a libros que no provienen del gran capital. Es complicado, ya que implicaría la existencia de controles físicos, hoy inviables, al no poder informatizarse ese dato (como sí ocurre, por ejemplo, en las proyecciones de cine). La segunda, en cambio, incentivaría a que siguieran la sugerencia, a través de publicidad gratuita o ayuda en recursos para la organización de actividades con autores en la librería.
En el nuevo escenario que hemos de ir construyendo de mayor pluralidad cultural, se debe lograr un compromiso, por parte de quienes diseñan la parrilla televisiva y radiofónica, de establecer una programación cultural adecuada y cuidada que contemple, como código innegociable, la pluralidad. Los medios de comunicación, tanto públicos como privados, deben garantizar que se de igual visibilidad a contenidos procedentes de los grandes grupos editoriales como a pequeñas editoriales independientes. Lo mismo se puede aplicar a las ferias internacionales, cuyos espacios hoy están totalmente mercantilizados, y se ofrecen a precios que solo los grandes grupos pueden pagar. Parece que la mano invisible del mercado cultural acaricia a unos mientras a otros les azota. Este problema solo se resuelve por medio de una «Ley antimonopolio en el ámbito cultural» que habría que empezar a trabajar en ella y a desarrollarla. 
Hay que trabajar para una verdadera pluralidad cultural, para tener un país en verdad bibliodiverso. Para ello, no podemos descartar tampoco –y para evitar que estas propuestas sean de verdad propuestas y no meras ocurrencias hay que trabajarlas políticamente– la voluntad de construir una red de librerías públicas. No es tan descabellado ni siquiera tan radical. En México, las librerías del Fondo de Cultura Económica lo son y han creado las mejores librerías del mundo hispanohablante. 
Se nos puede argüir –y no sin razón– que con esta propuesta, con propuestas de este calado, poco se contribuye a convertir la cultura en un instrumento de transformación social, a resignificar la cultura, que nuestra propuesta solo busca proteger la cultura en términos generales sin hacer distinción entre aquella que busca intervenir en el espacio público y aquella otra que vive, como hasta ahora ha sido la cultura dominante, ensimismada en sí misma. Y es verdad. Decía Yanis Varoufakis, flamante ministro de finanzas griego, que Syriza había venido a salvar al capitalismo de sí mismo. Acaso nosotros, en esta primera fase de transición post-neoliberal, no estemos planteando otra cosa: salvar la cultura del capitalismo, para transformarla.


David Becerra Mayor y Alfonso Serrano, ADE Teatro. Revista de la Asociación de Directores de Escena de España, nº 155 (abril-junio, 2015), págs. 6-7.

Firmas en la Feria del Libro


2ª parte entrevista RADIO 3

Firmas Feria del Libro

El pasado es hoy

"La Guerra Civil como moda literaria. Un ajuste de cuentas necesario" por Rodrigo Vázquez de Prada

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La reciente aparición de La guerra civil como moda literaria (Clave Intelectual, 2015), de David Becerra Mayor (1984), ha vuelto a remover con fuerza las estancadas aguas de la crítica literaria en nuestro país. Sin duda alguna, el efecto que está causando el magnífico ensayo de este joven doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y director de Estética y Literatura de la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM), se asemeja en gran medida al que produjo en los últimos años de la década de los setenta y primeros de los ochenta la Historia Social de la Literatura Española (Castalia, 1978), un hito decisivo en la historia del análisis marxista de la creación literaria en lengua española escrito por su maestro, Julio Rodríguez Puértolas (1936), junto a Carlos Blanco Aguinaga (1926- 2013) e Iris M. Zavala (1936).
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En efecto, en aquellos años primeros de la Transición, los tres tomos de la Historia social de la Literatura Española constituyeron un valioso, clarificador y riguroso estudio crítico y un certero aldabonazo en el ámbito del conocimiento en profundidad de nuestra narrativa al abordar el corpus principal de la historia literaria de nuestro país situándola en su contexto histórico social y desde la perspectiva de su matriz ideológica. Un tipo de análisis que no se había realizado apenas por estos lares. Y subrayo el apenas, porque, justo es recordarlo, en una línea próxima de investigación en 1974 había llegado a las librerías otro ensayo de particular interés en este mismo dominio, la Teoría e historia de la producción literaria. Las primeras literaturas burguesas. Siglo XVI, de Juan Carlos Rodríguez, catedrático de la Universidad de Granada y discípulo del francés Louis Althusser, con el que había trabajado en la École Normale de París. Pero, lamentablemente, sobre aquella obrase se ejerció una poderosa conspiración del silencio, un recurso frecuentemente utilizado por los mandarines de la cultura cuando aparece un trabajo que pone en cuestión el canon que ellos acuñan.
Los autores de la Historia social…, durante años profesores en diversas universidades extranjeras, especialmente de EE.UU., formaban ya en aquella época parte del mejor elenco de nuestros investigadores literarios y eran conocidos por sus enfoques críticos e innovadores. Así, Carlos Blanco Aguinaga, había alcanzado ya un serio prestigio con la edición de Juventud del 98 (1970) y De mitólogos y novelistas (1975); la puertorriqueña Iris M. Zavala había escrito obras de particular relevancia como Masones, comuneros y carbonarios (1970) e Ideología y política en la novela española del siglo XIX (1979); y Julio Rodríguez Puértolas, después de haber sacado a la luz ediciones críticas del Poema de Mio Cid, el Romancero, La Celestina, o la poesía de Jorge Manrique, había publicado ya un sugerente y revelador estudio sobre el autor de los Episodios Nacionales, Galdós. Burguesía y revolución (1975) así como Literatura, historia y alienación (1976). Años después, escribiría otro libro también incómodo para muchos, que causó igualmente un gran revuelo entre los críticos literarios y, como era de esperar, entre los autores vivos en aquellos años a los que se refería, Literatura fascista española (1986); un asunto éste al que ya se había acercado en el tercer volumen de la Historia social de la literatura (1979) y, poco después, en 1981, en la ponencia que presentó en el Congreso Internacional de Hispanistas, celebrado en Roma.
Testimonio fidedigno de la conmoción que causó la Historia social de la literatura española fue el furibundo e injusto rechazo que recibió, en las páginas de El País, en artículos escritos por Rafael Conte, anteriormente y durante muchos años jefe del Suplemento Cultural del vespertino Informaciones, y de otro periodista situado desde hace ya bastantes años en la bancada de la extrema derecha y que en aquella época- ¡Quién lo iba a decir!- formaba parte del diario polanquista, Federico Jímenez Losantos. Junto al rechazo sin más, las descalificaciones que aquellos mandarines de la cultura española vertieron sobre sus autores (“inquisidores, estalinistas, marxistas vulgares, ignorantes”), conformaron la prueba irrefutable de que, malgré lui, la Historia Social de la Literatura Española había dado en la diana al situar la obra literaria en la realidad social de su tiempo histórico, alejándola de la abstracción nebulosa e idealizante en la que se la presentaba en todos los libros de texto.
Sin lugar a dudas, y esto es un mérito a consignar desde el principio, David Becerra continúa en toda su producción intelectual la estela trazada por Julio Rodríguez Puértolas. A él se deben dos ediciones críticas de novelas de especial importancia en el panorama de la literatura contemporánea en lengua española. La primera, la de La mina, finalista del Premio Nadal de 1953 y, sin lugar a dudas, la mejor obra del escritor y dirigente comunista fallecido en 2014 Armando López Salinas, una novela sepultada en el olvido y silenciada “porque molesta, porque quiebra el relato de la Transición”, y que, gracias a su labor de recuperación, ha podido llegar a las nuevas generaciones como uno de los exponentes máximos de la que constituyó la novelística del realismo social, despectivamente calificada por los “modernos” que empezaban a aflorar en aquel entonces como “la literatura de la berza”. La segunda, la de La consagración de la primavera”, del narrador cubano de origen francés Alejo Carpentier, uno de los intelectuales extranjeros que, en solidaridad con la II República española participaron en 1937 en el Congreso de Escritores Antifascistas y uno de los grandes artífices del realismo mágico latinoamericano, cuyas claves David Becerra desvela con indudable maestría.
Crónica Popular mantiene viva la memoria sobre los crímenes del franquismo
Es autor, asimismo, de rigurosos artículos de crítica literaria, publicados en revistas especializadas y escritos en torno a la obra de un amplio espectro de escritores españoles que se inicia en nuestro siglo de oro, con Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo, continúa en el dieciocho, con Diego Torres de Villarroel, se adentra en el diecinueve, con Benito Pérez Galdós, y recala con especial atención en el veinte, con novelistas y poetas que contribuyeron de modo esencial al empeño de regeneración cultural que impulsó la II República, como Max Aub, Federico García Lorca y Miguel Hernández. Es, también, coautor de Qué hacemos con la literatura, escrita junto a su maestro, Julio Rodríguez Puértolas, Raquel Arias Careaga, profesora de Literatura en la Universidad Autónoma de Madrid- con ellos intervino en las XIII Jornadas sobre la cultura de la República. Lecturas de El Quijote en la configuración del pensamiento republicano, sobre las que escribió en Crónica Popular el historiador Alejandro Camino – www.cronicapopular.es/2015/04/xiii-jornadas-sobre-la-cultura-de-la-republica-lecturas-de-el-quijote-en-la-configuracion-del-pensamiento-republicano/- y la novelista y poeta Marta Sanz, doctora en Literatura Contemporánea por la UCM y profesora de la Universidad Antonio de Nebrija.
Y, además, a él se debe otro importante ensayo, La novela de la no-ideología (Tierra de Nadie Ediciones, 2013), un enjundioso trabajo en el que utiliza los conceptos, la bibliografía y las herramientas metodológicas que Rodríguez Puértolas había venido aplicando en sus muchos ensayos y que expone, por ejemplo, en su trabajo La crítica literaria marxista. Conviene subrayar por ello que La novela de la no ideología, cuyas primeras palabras suponen un pertinente aviso de navegantes- “No existe una literatura inocente. Todas las formas de discurso, independientemente de que éste sea literario o no, contienen siempre ideología” -, constituye, asimismo, un marco conceptual perfecto para adentrarse de forma más completa en la lectura de La guerra civil como moda literaria y para comprender en profundidad el empeño analítico que discurre por sus páginas.
Pongo énfasis en esta afirmación porque tanto en La novela de la no ideología como en La guerra civil como moda literaria, David Becerra expone con claridad los conceptos que aplica en su investigación y se apoya en autores cuya obra constituye una imprescindible herramienta para analizar los mecanismos de hegemonía y dominación ideológica del capitalismo de nuestros días. Conceptos, para empezar, como el de ideología, que, de la mano de otro de sus autores de cabecera, el crítico literario inglésTerry Eagleton, rescata de Marx y Engels en La ideología alemana, como falsa conciencia e instrumento de dominación, después del Marx del primer libro de El Capital, cuando, al hablar del fetichismo de la mercancía, muestra que la ideología se origina en la base misma de la sociedad y como un efecto estructural del capitalismo, y luego de Lenin, que, en ¿Qué hacer?, da un paso adelante y habla ya de ideología como un instrumento y subraya que el problema se plantea solamente así, ideología burguesa o ideología socialista”; o, en fin, de otros pensadores marxistas contemporáneos como Louis Althusser que, en La revolución teórica de Marx, sostiene que la ideología es un sistema de representaciones que se imponen como“estructuras” a la mayoría de los hombres sin pasar por su conciencia.
Para él, tanto la novela de la no ideología como la mayor parte de la novelística que forma parte del corpus de La guerra civil como moda literaria se integra en lo que, en un trabajo inicialmente publicado en la New Left Review, en 1984, el marxista estadounidense Friedric Jameson denominó epostmodernismoo la lógica cultural del capitalismo avanzado o capitalismo tardío, si utilizamos la terminología del economista e historiador trotskista belga Ernest Mandel; un concepto del que es su máxima expresión El Fin de la Historia (1992), del neocon estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama, y que desarrolla igualmente en su obra La condición del postmodernismo el británico David Harvey, al que, asimismo, se debe el innovador y acertado concepto de acumulación por desposesión, expuesto en su obra El nuevo imperialismo (2004).
A partir de ahí, esta nueva obra de David Becerra supone una gran labor desmitificadora y un ajuste de cuentas con la mayor parte de las novelas en la que la guerra civil española se utiliza como telón de fondo o, simplemente, como excusa, para situar la peripecia de sus personajes: un total de 181, escritas entre 1989 y 2011, un dato éste que permite aseverar que todas ellas se integran en lo que ciertamente se puede considerar como una moda literaria, por más que se observe un carácter realmente heterogéneo en las narraciones que la integran y en sus autores, de muy distinta procedencia tanto desde el punto de vista generacional como ideológico. Pero una moda que pone al desnudo datos que merece la pena retener, como el siguiente: más del 50% de estas novelas fue editado por solo tres grandes grupos (Planeta, Timón y Random House Mondadori) que controlan lo que se ha venido en llamar la industria cultural, en la que en las últimas décadas se ha registrado un fortísimo proceso de concentración, con una acusada penetración del capital extranjero, y sobre la que planean cada vez más, como auténticas aves de rapiña, las multinacionales y los bancos. Un proceso muy en la línea del que se ha desarrollado también en el sector de los medios de comunicación, sobre todo en los audiovisuales, con todas las consecuencias que de ello se derivan para la reproducción de la ideología de la clase dominante.
Pero, este ajuste de cuentas que lleva a cabo David Becerra resulta particularmente necesario para que los lectores puedan conocer lo que representa desde el punto de vista ideológico gran parte de este tipo de novelística, algunos de cuyos títulos, catapultados a una gran difusión mediante campañas de publicidad lanzadas por los grandes conglomerados editoriales y mediáticos, se han alzado a la categoría de best sellers, y están gozando tanto del favor del público como del nihil obstat de los críticos que dictan el canon literario. Máxime, además, cuando, desde los años noventa del siglo XX, se ha venido desarrollando una siniestra operación de revisión histórica del golpe de Estado de 1936, diseñada en los estados mayores de la derecha española y en la que no han dejado de participar historiadores y seudohistoriadores cuyo exponente más paradigmático es el otrora terrorista del Grapo Pío Moa. Un nuevo asalto a la razón, en este caso a la razón de la Historia, contra el que se han visto obligados a alzar su voz historiadores como el profesor de la Universidad de Sevilla Francisco Espinosa Maestre, con El fenómeno revisionista o los fantasmas de la derecha (2005)Contra el olvido. Historia y memoria de la guerra civil (2006), entre otras de sus obras, y politólogos como el cetedrático de Ciencia Política de la Universidad Virgili i Rovira, de Barcelona, Alberto Reig Tapia, autor de dos libros, titulados expresamente Anti Moa. La subversión neofranquista de la Historia de España (2006) y Revisionismo y política. Pío Moa revisitado (2008).
David Becerra estructura esta obra en tres partes, una coda, un anexo, en el que incluye el enorme corpus narrativo sobre el que ha trabajado, y una amplísima bibliografía, de especial utilidad para el lector. Todo ello prologado por otro escritor crítico, Isaac Rosa, que denuncia que “la mayoría de las novelas sobre la guerra civil propiamente dicha son novelas de retaguardia, de prismáticos, de alrededores, alejadas de la guerra no solo físicamente sino también conceptualmente”. Y, tras él, un par de citas de autores muy seguidos admirativamente por David Becerra, cuyas palabras encajan a la perfección en el objeto del ensayo. Una de ellas, la más extensa, del filósofo, ensayista y crítico literario alemán, próximo a la Escuela de Franfurt y suicidado en Portbou, en 1940, Walter Benjamín, a cuya original y sugerente obra y, especialmente a sus Tesis sobre la filosofía de la Historia, integradas en el volumen II de sus Obras (2008), tributa David Becerra un homenaje sincero en toda su producción: “El don de encender la chispa de la esperanza solo es inherente al historiógrafo que esté convencido de que ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si es que éste vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer”.
La guerra civil como moda literaria da cumplida respuesta a los interrogantes que se suscitan en torno a las causas que explican esta proliferación de narraciones sobre o con la guerra civil española como paisaje en el que se desarrollan. Es decir, la razón de que muchos de nuestros escritores hayan echado la vista atrás, pretendidamente “sin ira”, desde el presente. Para David Becerra, el primer factor que explica la creación de esta moda literaria se encuentra en que el pasado empieza a constituirse como herramienta de lucha política para reivindicación y la reparación de las víctimas del franquismo. El segundo, tiente tintes puramente mercantiles: se trata de un producto literario que “funciona”, que tiene éxito comercial, para mayor gloria de la cuenta de resultados de los conglomerados editoriales.
Sin embargo, el meollo del ensayo de David Becerra desborda esta explicación e incide en profundidad en una cuestión capital, en el modo en que estas novelas están contando a sus lectores la guerra civil, en los mensajes que transmiten a partir del arsenal de creencias, imágenes y representaciones que el novelista expresa en su obra, de manera consciente o inconscientemente. Estudia detenidamente, en serio y con rigor, sus diversos pasajes y mete el dedo en la llaga ideológica que estas narraciones contienen. Y para ello, dedicó nada menos que cuatro años en desentrañar, con las herramientas del materialismo histórico, el significado profundo que encierra la narrativa guerracivilista.
El resultado de su análisis le ha permitido desvelar los mensajes de naturaleza ideológica que, en ocasiones de forma directa y en ocasiones de forma más oculta y sutil, estas novelas proyectan y difunden. Tal como David Becerra subraya, la novela actual sobre la guerra civil española constituye “un aparato privilegiado que opera en la reproducción y legitimación ideológica”. Pero, además, la conclusión a la que llega es clara y concluyente. Para él, “la vuelta al pasado que se produce en la novela española actual pone de manifiesto que nuestros novelistas han asumido que vivimos en un tiempo perfecto y cerrado, sin conflicto, interiorizando la ideología del Fin de la Historia”. Dicho de otro modo, se trata de una operación, por decirlo así, de ida y vuelta. Quienes parten de esa concepción del presente como el mejor de los mundos posibles lo hacen de manera que contribuyen a la desactivación política hoy, en el presente, del lector. Pero, además, reescriben la historia y se mueven en una operación que discurre de forma paralela y que, como consecuencia de la caracterización del público objetivo al que se dirige el género novelístico, quizás esté operando con mayores dosis de eficacia que la de los historiadores y seudohistoriadores que han perpetrado esa revisión histórica.
Para él, el grueso de esta novelística reconstruye el pasado mediante “unos mecanismos ideológicos y estéticos dirigidos a la liquidación de la historicidad”. De esta forma, “se aniquila toda posibilidad de intervenir o relacionarnos con el pasado, a la vez que se imposibilita la capacidad de transformar el presente por medio de la rememoración del pasado”. A partir de ahí, el análisis de David Becerra pone al descubierto cómo este tipo de narraciones reproducen lo que ya denunció en 1963 el historiador norteamericano Herbert Southworth en su obra El mito de la Cruzada de Franco, editada por la editorial fundada en París por el anarquista José Martínez y otros cuatro exiliados españoles, entre ellos el historiador Nicolás Sánchez- Albornoz, y el diplomático Vicente Girbau… Hay novelas en las que se reproducen uno tras otros prácticamente todos los clichés que trató de sacralizar la historiografía franquista a través de obras como la Historia de la Cruzada Española dirigida por quien fue desde 1937 jefe de Prensa de los golpistas, Joaquín Arrarás, y cuyos argumentos principales siguen repitiendo machaconamente algunos seudohistoriadores de nuevo cuño. Hay otras que utilizan preferentemente algunos de los estereotipos que sus autores entienden pueden producir mayor impacto y éxito comercial. Y algunas – entre ellas, La enfermera de Brunete, de Manuel Maristany, La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, Días y noches, de Andrés Trapiello, Díme quien soy, de Julia Navarro, o Soldados de Salamina, de Javier Cercas -, son realmente paradigmáticas en esta operación.
De un modo u otro, el conjunto de esta novelística no hace sino difundir mensajes tervigersadores de la Historia. Entre ellos, los que establecen una falsa ecuación II República- URSS y sitúan a la guerra civil como una cruzada contra el comunismo, caracterizan a la II República como sinónimo de violencia, caos y conflicto permanente, resaltan el “terror rojo” y silencian la sistemática aniquilación física de cuantos pudieran parecer enemigos de los autores del golpe de Estado, pretenden dibujar el carácter potencialmente golpista de cada una de las partes, proyectan la teoría de la equidistancia, mediante la cual se coloca en simétrica posición a las víctimas y a sus verdugos, como si a ambas hubiera que atribuirles la misma responsabilidad. Vale decir, todos los componentes de la operación revisionista que trata de legitimar lo que no fue sino un brutal golpe de Estado contra la II República y su legalidad constitucional, asediada intensamente desde su misma proclamación el 14 de abril de 1931 por la derecha política y el gran capital, tal como han puesto de manifiesto historiadores de la talla del norteamericano Gabriel Jackson y el británico Paul Preston, con obras, entre otras, como La República española y la guerra civil (1966) y La guerra civil española (1987), respectivamente, así como por el catedrático de la Universidad de Oviedo, David Ruiz, en Octubre de 1934. Revolución en la República española (2008). Tal como escribió el historiador Francisco Espinosa, “parece que no importa nada que unos se dejaran el pellejo defendiendo la democracia y otros el fascismo. Por lo visto, el tiempo todo lo iguala”.
Pero, profundizando aún más en la difusión de la ideología dominante, la mayor parte de este tipo de novelística proyecta también algo que David Becerra había denunciado ya en La novela de la no ideología. Es decir, el aideologismo y una suerte de neohumanismo. Mediante el aideologismo, estos novelistas tratan de “reducir el conflicto a una guerra fratricida, desplazando el conflicto objetivo históricamente determinado, aniquilando todo componente político y social e imposibilitando un acercamiento histórico a aquellos hechos, mostrando las tensiones sociales y políticas como si se tratara de pulsiones puramente individuales”. Y, abordando los hechos desde un peculiar neohumanismo, muy preciado por escritores que se jactan de situarse por encima del bien y del mal y repartir urbi et orbi y desde su particular perspectiva, una “comprensión” de la generalización del mal, aplican lo que Jameson denunció como “una fórmula eficaz para lograr la despolitización de la Historia”.
En 1939, y en plena conflagración mundial, el filósofo existencialista francés Jean Paul Sartre escribía en sus Cuadernos de guerra (Traducción española de 1987) “Por Dios, ya sé que en una novela hay que mentir para ser veraz”. Podríamos entender que aquella afirmación del autor de El Ser y la nada no era más que una provocación formulada para épater la bourgeoisie. Sin embargo, muchos escritores españoles de prestigio aplican avant la letre esa máxima del compañero de Simone de Beauvoir cuando utilizan la guerra civil para construir su obra narrativa. Unos, los más, a sabiendas, siendo conscientes de por qué y para qué lo hacen. Es decir, para contribuir a difundir de nuevo los mitos de la Cruzada de Franco, a través de las páginas de sus novelas. Otros, sin advertirlo…. Porque, quizás les ocurra lo que al personaje de una obra de Moliére que tuvo que reconocer que hacía más de cuarenta años que “hablaba en prosa sin saberlo…” Es decir, también entre nuestros narradores hay quienes difunden la ideología de la clase dominante sin saberlo. Y el nudo de la cuestión reside en que, como subrayaba Lenin, en El imperialismo, fase superior del capitalismo (Obras completas, tomo 22), “la ideología imperialista penetra incluso en el seno de la clase obrera, que no está separada de las demás clases por una muralla china”. Pues bien. La muralla china no existe tampoco para salvaguardar a los escritores bien intencionados de la penetración en su obra de la ideología de las clases dominantes. En La guerra civil como moda literaria, David Becerra lo desvela con una lucidez realmente incontestable.

“Hay que observar cómo se mira el presente en la novela". Entrevistra en Diagonal. Por Alberto García Teresa

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Acaba de publicarse 'La Guerra Civil como moda literaria', un minucioso análisis de la novela española reciente que ha abordado este conflicto como centro y/o escenario, incidiendo en sus implicaciones ideológicas y en las repercusiones políticas de esos libros.

En La Guerra Civil como moda literaria analizas en profundidad el gran número de novelas publicadas en los últimos años que ubican su acción en la Guerra Civil. ¿Por qué esa insistencia desde la novela en la Guerra Civil, en ese “boom de la memoria” que indicas? ¿Qué visión se da de ella?
Para responder por qué en la novela española actual se ha vuelto la mirada, con la insistencia que señalas, al pasado, hay primero que observar cómo se mira o se concibe el presente en estas novelas. El presente es un lugar tranquilo, apacible, “aburrido y democrático”, llega incluso a decir de un modo muy transparente una autora. Vivimos un pasado sin conflicto ni contradicciones, según se extrae de estas novelas. Decía Bajtin que sin conflicto no hay posibilidad de escribir una novela. Si nuestros novelistas conciben que vivimos en un mundo aconflictivo, entonces, ¿cómo arman una trama novelística? El pasado, y mucho más el de la Guerra Civil, constituye un escenario idóneo para poder situar una trama conflictiva, donde el futuro está todavía por escribir. Sin embargo, esa vuelta al pasado resulta finalmente estéril: porque en vez de describir sus conflictos políticos y sociales, sus contradicciones radicales, lo que hacen no es sino narrar conflictos individuales o morales, psicologistas en algunos casos, sin aprovecharse en verdad del conflicto histórico. Estas novelas hablan de lo mismo que hablan las novelas cuya trama se sitúa en el presente, pero con la Guerra Civil como telón de fondo. La guerra constituye un lugar atractivo para la acción narrativa, pero queda despolitizada, con sus conflictos radicales desplazados, sin mostrar la continuidad que existe entre los hechos del pasado y nuestro presente.
¿Cómo puede desactivarse esa dimensión política de la Guerra Civil? Alguien podría interpretar que en ese interés por la Guerra Civil existe una motivación de reparación moral, de esclarecimiento.
Es cierto. Podría considerarse que es una magnífica noticia que, tras el cacareado estribillo de la Transición, que decía que los españoles debíamos olvidarnos del pasado para construir un futuro en común, de pronto la novela se interese por narrar ese episodio de nuestra historia. Ahora bien, si, como señalas, en algunos casos se reconoce la buena voluntad del o de la novelista de reparar moralmente a los vencidos, de esclarecer algunos episodios oscuros, o incluso de rescatar otros de los que apenas nada sabíamos, también es cierto que un lector exigente –activo, crítico– se siente defraudado cuando observa el modo en que se desactiva la dimensión política de la Guerra Civil en estas novelas a través de mecanismos varios: la teoría de la equidistancia que sitúa en el mismo nivel de responsabilidad a víctimas y verdugos, con frases que se repiten en muchas novelas, del tipo “en este país ambos bandos mataron por igual”; la reconstrucción fratricida que dice que ésta no era sino una guerra entre hermanos, desplazando de inmediato una lectura del conflicto en términos políticos o de clase; a través de una lectura neohumanista de los conflictos, que entiende que la Guerra Civil –la política, en general– es algo accidental que en nada modifica la igualdad esencial de todos los hombres, etc. Las contradicciones radicales quedan desplazadas por otras asumibles por la ideología dominante.

¿Ese mismo proceso de desactivación política puede reproducirse en la incipiente moda de novelas sobre la Transición?
Si finalmente se configura esa moda literaria sobre la Tran­sición, es muy probable que las estrategias estéticas e ideológicas se repitan. No obstante, no tengo tan claro que lo que parecía que iba a constituir una nueva moda literaria, pero ahora con la Transición como tema, cuando se estaba agotando el fenómeno de novelas sobre la Guerra Civil, finalmente se consolide. Vivimos un tiempo destituyente –esperamos que preámbulo de un proceso constituyente­ con un horizonte poscapitalista, o al menos posneoliberal– que ha puesto en cuestión el relato –o mito– de la Transición. En este contexto, es difícil que los novelistas se pongan a relegitimar un relato en crisis. No encontrarían recepción. Y las modas literarias, para que se constituyan, necesi­tan que exista esa demanda. Aun­que tampoco descarto que cuando la clase dominante quiera gastar su última bala para relegitimar el relato de la Transición –que lo intentó con la muerte de Suárez y tras la abdicación del rey– y en consecuencia afianzar su poder dominante, algunos novelistas lo acompañen. Pero, de momento, lo que sucede es todo lo contrario: se están escribiendo novelas –no muchas– que cuestionan el mito fundacional de nuestra democracia, la Transición. Novelas como Daniela Astor y la caja negra, de Marta Sanz, o El tiempo cifrado, de Matías Escalera, son un ejemplo de ello.
¿Crees que puede escapar la novela de los medios de presión y de producción que la reducen a objeto de consumo, a mercancía?
Sí, es difícil pero se puede. Nunca ningún sistema ha sido puro y perfecto, siempre es posible encontrar fisuras, grietas, contradicciones que puedan tumbarlo. De lo contrario, no habría salida posible. Creo que es necesario visibilizar esas contradicciones para tensarlas y hacerlas estallar. ¿Se puede hacer desde la literatura? Yo diría que sí, desde cualquier ámbito, lo que quizá resulta difícil porque la literatura se hace de palabras, las palabras son herramientas y están cargadas de significados que nosotros no les dimos. Para poder visibilizar, tensar y estallar las contradicciones desde la literatura es preciso emprender un trabajo de resignificación de las palabras, para que cuando hablemos no lo hagamos con el lenguaje del amo. 


Alberto García Teresa // Diagonal (28/03/2015). Fuente:  https://www.diagonalperiodico.net/culturas/26090-hay-observar-como-se-mira-presente-la-novela.html

Foto: Álvaro Minguito

University of Leeds - Miradas sobre España - Presentación "La Guerra Civil como moda literaria"

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En University of Leeds, en el marco de las Jornadas Miradas sobre España, se presentará La Guerra Civil como moda literaria el martes 16 de junio.


El caso Padura y el tiro por la culata del Imperio

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«Sube el telón y hay un artista rezando / que lo censuren para hacerse famoso»: canta el grupo de pop cubano Buena Fe en «Catalejo», una de sus canciones más celebradas. Cuando escucho estos versos no puedo evitar pensar inmediatamente en Leonardo Padura. El escritor cubano, flamante Premio Princesa de Asturias, ha sabido situarse en una calculada ambigüedad que a la vez que le permite ser reconocido en el interior de la isla –es Premio Nacional de Literatura y uno de los escritores más leídos en Cuba– puede con facilidad mostrarse, de cara al exterior, como un escritor de oposición al «régimen» y próximo a la disidencia, al contener su literatura una alta dosis de crítica ante la realidad cubana, que en buena medida coincide con el discurso que el Imperio ha construido sobre lo que ocurre en Cuba.

Leonardo Padura

Padura sabe situarse en el límite. Su posicionamiento ha recibido un reconocimiento exterior –y el Premio Princesa de Asturias es la más reciente prueba– al convertir en literatura lo que el poder capitalista quiere escuchar sobre Cuba; a saber: que el socialismo es incapaz de resolver los problemas cotidianos de los cubanos, que genera pobreza, y que además, como si de un sistema totalitario se tratara, censura y persigue a los intelectuales. Construir este relato de Cuba –que no es original, sino que reproduce y legitima el relato dominante– ha beneficiado al autor de El hombre que amaba a los perros, pues le ha permitido proyectar internacionalmente su imagen como escritor «contestatario». Padura hubiera deseado que le censuraran para hacerse famoso, como canta Buena Fe. Sin embargo, no solo no le censuraron, sino que además las instituciones cubanas supieron reconocerle su talento literario. Así que, desde el exterior, desde el Imperio, tuvieron que hacerle famoso y empezar a premiarle antes de que le censuraran, porque, a pesar de sus rezos, su literatura nunca fue prohibida en Cuba.

Aunque el relato dominante nos habla de Cuba como un régimen dictatorial donde la libertad de expresión brilla por su ausencia, lo cierto es que la existencia de novelistas como Padura demuestra todo lo contrario. Que un escritor como Padura, como tantos otros, sea reconocido y leído en Cuba, incluso laureado, significa que en Cuba es posible la crítica, la oposición, la libre expresión de pensamientos, la libre circulación de distintas sensibilidades.

Porque, ¿de qué cosas hablan los textos de Padura? Tomemos como ejemplo su obra más conocida en España, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009). La novela se divide entre distintos escenarios, cada uno de ellos protagonizado por un personaje distinto. España, la URSS, México o Cuba; Ramón Mercader, León Trotski y un frustrado novelista cubano que no puede desarrollar, debido a supuestas presiones política, su carrera literaria en Cuba, son los espacios y los personajes que se entrelazan en El hombre que amaba los perros de Leonardo Padura. Para narrar el asesinato de Trotski, Padura describe y analiza lo que podemos denominar «tres momentos totalitarios» de la Historia del siglo XX: la España republicana durante la Guerra Civil Española, las purgas de Stalin en la Unión Soviética (cuya expansión territorial llega hasta Coyacán, en México D.F., con el asesinato de Trotski por parte de Mercader), y las persecuciones a los intelectuales en la Cuba revolucionaria.

07_02_PerrosPara describir estos «tres momentos totalitarios», Padura desempolva mitos y discursos producidos por la literatura –o más bien, propaganda– anticomunista, los mismos discursos que ayer sirvieron para legitimar golpes de Estado como el que sufrió la República española el 18 de julio de 1936, y que hoy en día está poniendo en circulación el revisionismo histórico. Mitos de la cruzada de Franco –ya desterrados por el historiador británico Herbert R. Southworth– como que la República, dominada por el «terror rojo», carecía de autonomía política y no se podía entender sino como un satélite de la URSS, o la ecuación República/comunismo, asoman por las páginas de la novela de Padura como si de certezas basadas en una rigurosa investigación historiográfica se tratara. Pero no son más que mitos, edificados por los ideólogos de Franco, que se confunden con la realidad histórica. Las escenas soviéticas se describen a partir de unos tópicos ya manidos: el carácter frío de los rusos, su falta de sensibilidad, la disciplina por encima de cualquier tipo de razonamiento o capacidad de discernimiento o posicionamiento crítico, etc., forman parte ya de los elementos que definen la literatura anticomunista (y por ende carecen de originalidad). Las escenas cubanas las protagoniza un alter ego de Padura, un escritor que se siete frustrado por no encontrar su literatura espacios en Cuba, por no encaja con la línea oficial del «régimen». Las consecuencias por este desajuste literario no se hacen esperar: a este joven escritor, promesa de una literatura cubana que no pudo ser, se le destierra a lo que en la novela se denomina la «Siberia Tropical» –la ciudad de Baracoa, en la parte oriental de la isla–, donde nuestro protagonista es «forzado» a trabajar en una radio local. Tremenda represión la que sufre el personaje de Padura. Finalmente, este escritor, que algunos años después terminará conociendo a Mercader –y a sus perros– en la playa de Santa María de La Habana, conocerá la historia de Mercader, de Trotski, de España, de la URSS, de los «tres momentos totalitarios» y decidirá escribir una novela, acaso la que el lector tiene entre manos y que se titula El hombre que amaba a los perros. La escritura de esta novela –que en la ficción, al contrario de lo que ocurre en la Historia, nunca llega a publicarse– le propicia a nuestro protagonista un final nada halagüeño (prefiero no introducir spoilers y no definir con exactitud ese final, por si acaso algún lector decide inmiscuirse en su lectura).

Que una novela como El hombre que amaba a los perros circule libremente en Cuba no nos debería llamar la atención si no hubiéramos asumido el relato dominante que el poder ha escrito sobre Cuba. Quien a día de hoy siga pensando que Cuba es un territorio sin libertad de expresión, sin duda le sorprenderá que esta novela sea leída –y premiada– en la isla. El hombre que amaba a los perros demuestra una cosa: que en Cuba hay libertad de expresión. Finalmente, con Padura, les ha salido el tiro por la culata a los perros guardianes del Imperio: querían demostrar que en Cuba se persigue a los intelectuales y al final se concluye que la esfera pública discursiva cubana es rica y plural, tienen cabida los discursos críticos, y la libertad de expresión en ningún momento se pone en duda.

Pero Padura no es una excepción, un caso aislado de discurso crítico. A los ojos de un lector español, con acceso a la cultura en un contexto «democrático», que observa que la cultura española actual es totalmente acrítica, que apuesta por el consenso y rehúye el conflicto, no puede sino llamarle poderosamente la atención que en Cuba, ese lugar descrito como «régimen» y «dictadura» por la ideología dominante, se produzca una cultura que sí es verdaderamente democrática, que pone en primer plano las tensiones, conflictos y contradicciones que surgen de una realidad dinámica, en cambio constante, donde continuamente hay que ir repensando las bases sobre las que se construye la sociedad. Solamente con pararnos a observar la cartelera de la última hora del cine cubano, podemos comprobar cómo en Cuba en absoluto se desplazan las contradicciones radicales por otras más asumibles por el «régimen»; al contrario, las contradicciones se visibilizan, se subrayan, se tensan, se pone el dedo en la llaga, se abre la herida, se deja que emerjan los traumas colectivos. Pensemos en películas como Guantanamera (1995), una comedia sobre las dificultades burocráticas que entraña la realización de cualquier asunto cotidiano en Cuba, como puede ser, en el caso de la película, el traslado de un difunto de una provincia a otra de la isla; Viva Cuba (2005), un road film sobre la migración exterior, protagonizada por una niña que se cruza la isla, de occidente a oriente, acompañado de un amigo, para encontrar a su padre, que trabaja en el faro de Baracoa, e impedir que firme el documento en el que se autoriza a su madre a que se la lleve con ella a vivir «al Norte»; Boleto al paraíso (2010), acaso la más cruel de todas ellas, una película del más puro «realismo sucio» que cuenta la historia de unos jóvenes marginales, entre ellos una «guajira» violada por su padre, que deciden infectarse del virus del sida para poder vivir, más apaciblemente que en su vida real, en un sanatorio destinado a enfermos de sida, donde no les faltará ni alimentos ni cuidados; o Habanastation (2011), una película que habla de la contradicción que implica la existencia de desigualdades económicas en el socialismo, protagonizada por dos niños socialmente muy distintos, uno hijo de un famoso músico internacional, con acceso a divisas y con un alto poder adquisitivo, y un niño que vive sin su padre, encarcelado por homicidio, que vive en un barrio humilde de la periferia de La Habana. Economía, migración, burocracia, conflictos sociales… temas conflictivos, contradicciones radicales, que no se inviabilizan ni se desplazan en la cultura cubana, sino que se llevan a la gran pantalla, se ponen en negro sobre blanco, como debiera ocurrir en cualquier cultura que aspire a denominarse democrática.

Estos títulos son solo una muestra de discursos críticos –que disparan directamente al corazón del sistema, allí donde más duele, en las contradicciones que todavía no se han podido resolver– circulan libremente y son discutidos en la esfera pública cubana. Sería improbable que películas de este tipo de produjeran en un contexto dictatorial y totalitario, sin margen para la libertad de expresión, como el que describe la ideología del Imperio. Lo que ocurre es que Cuba, a diferencia de lo que cuentan los relatos dominantes, sucede aquello que dijera Ernesto Che Guevara en su ensayo «El socialismo y el hombre en Cuba»: «No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni “becarios” que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas».

En Cuba la libertad no es entre comillas. Y Padura, con su discurso pretendidamente «disidente» no hace más que reafirmarlo. Aunque no se lo proponga. Y si bien es verdad que, desde la concesión del Premio Princesa de Asturias, Padura desfila por los medios de comunicación del capitalismo –como ya lo había hecho antes– con un discurso muy crítico sobre el socialismo cubano, sobre la libertad de expresión y las posibilidades de escribir libremente en Cuba, lo cierto es que su misma literatura es su principal contraargumento. El hombre que amaba a los perros no solo demuestra que la crítica está permitida en Cuba, sino también aceptada, que forma parte del proceso de construcción del socialismo, de la democracia socialista cubana. Una vez más, al Imperio, con Cuba, el tiro les ha salido por la culata y ha terminado demostrando lo contrario de aquello que querían demostrar.

David Becerra Mayor // Crónica Popular (15 de junio 2015). Fuente: http://www.cronicapopular.es/2015/06/el-caso-padura-y-el-tiro-por-la-culata-del-imperio/

Entrevista a Belén Gopegui para La Marea

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La red es un espacio que se apropia el capital

Todo está en venta. El capitalismo todo lo que toca lo convierte en mercancía. No va a dejar que nada ni nadie escape de su dominio. Todo puede privatizarse. Incluso algo tan aparentemente inalienable como es la sangre. Una noticia de Europa Press cuenta que “una multinacional farmacéutica plantea pagar setenta euros semanales a los parados que donen sangre”. Con este titular empieza El comité de la noche de Belén Gopegui (Random House, 2014). Una novela que cuestiona el orden de las cosas y que explora nuevas vías de organización política y social de resistencia ante la ofensiva neoliberal. Una novela que no renuncia a ninguna trinchera, que se resiste a abandonar espacios colonizados por el capital, como puede ser internet o la literatura.  Frente a las narrativas del yo, Gopegui buscar construir un nosotros. Una literatura que intervenga, una literatura donde sea posible encontrarnos.

- Una de las cuestiones que me gustaría abordar, que está presente en tu novela anterior, Acceso no autorizado, y que reaparece en El comité de la noche, es lo que podríamos denominar como una suerte de elogio a internet, entendido como un espacio posible para el activismo político y social. Frente a la idea de que internet es una herramienta potencialmente alienante e inmovilizadora, que tras la pantalla no hay nadie, o quien hay son sujetos pasivos, en El comité de la noche las redes sociales se conciben como un espacio desde el que intervenir, desde el que luchar, desde el que resistir y acaso desde el que construir un horizonte emancipatorio. En la novela se dice: “Cuando retransmitimos cada paso que damos como si las trescientas setenta personas que siguen nuestros tuits protegidos fueran a estar atentas, ¿qué más da si son dos las que leen o si en largos ratos no es nadie? Nosotros y nosotras vamos mandando señales, nos numeramos con un rostro, un pasado y los huecos que nos dejan en el cuerpo. Decimos que estamos aquí, lo que no es igual a estar sin decirlo”. Para hacer la revolución tal vez lo primero sea construir un nosotros. ¿En qué medida las redes sociales –o más ampliamente internet- contribuyen a construir ese nosotros, sujeto imprescindible para que dé comienzo la revolución?

La red es parte de lo común, una atmósfera de bits que nos envuelve y en la que hoy se expresa eso que somos, no sólo cuerpos aislados, separados por la piel para sobrevivir, sino, también, tejido, individualidades colectivas. Al mismo tiempo es, de nuevo, espacio que se apropia el capital, tierra no nuestra, estructuras que trazan barreras mientras funden los verbos vender y controlar en una misma acción, corporaciones hábiles para explotar y falsificar necesidades reales y legítimas. La red es, entonces, campo de batalla y en la construcción de ese nosotros y nosotras contamos con lo nuevo a nuestro favor, con la torpeza del capital ante lo nuevo y su velocidad. No durará mucho, pienso, ese desfase, no está durando, las comunidades hackers del principio han perdido margen de actuación, el conocimiento libre requiere unas infraestructuras de las que no dispone y cae en manos de grandes monopolios, la lógica de la abundancia empieza a convertirse, una vez más, en lógica de la reiteración, del poder para reiterar y de la potencia de difusión que se compra con dinero. Pese a todo, se ha creado un espacio donde se escuchan voces que antes apenas si habrían accedido a una fotocopia diseminada por un barrio, existen modos de convocarnos que antes habrían requerido muchísimas más horas de trabajo y está surgiendo, sí, un nosotras y nosotros, un común que se construye con calle, con reuniones y con red.

- Sin embargo, en otro lugar de la novela, y sin que este hecho constituya una contradicción irresoluble, se reivindica la clandestinidad como la forma de lucha más adecuada para combatir la clandestinidad del poder. Porque, en efecto, no hay nada más clandestino que el poder, con “su dinero negro, sus reuniones opacas”. Se dice que “tenemos que aprender a actuar sin red, porque nuestros bits son postales y cualquiera puede leerlos”. Entiendo que no es una contradicción sino que es una forma de no renunciar a ninguno de los espacios que disponemos.

Hay condiciones necesarias que a veces no son suficientes. En ese territorio discurre la novela, se pregunta si bastará con los modos de hacer política y de luchar que hoy tenemos. Y quiere dar espacio y reconocimiento a todas esas personas y colectivos que ya hoy están arriesgando a veces un puesto de trabajo, a veces algo más, para lograr así que el enfrentamiento no sea tan desigual. La clandestinidad elegida es un dilema difícil de resolver cuando es ofensiva, cuando repite el modelo de la clandestinidad del poder. En el caso de la novela se trata de una clandestinidad defensiva pues, como allí se dice: “Hacer significa poner en peligro. Sin embargo no hacer hoy, omitir, significa abandonar las cosas y las personas a un peligro provocado y evitable en el que ya están inmersas”.

- Desde la publicación de El lado frío de la almohada–una novela de espías que se enfrenta al relato dominante que describe Cuba como una dictadura–, vienes desarrollando lo que podemos denominar como la “estrategia del caballo de Troya”. Para asaltar la ciudad sitiada es necesario construir un caballo que parezca un caballo, de la misma manera que para que la literatura pueda asaltar las conciencias de sus lectores debe tener la apariencia de una novela convencional, ya que de lo contrario un lector inocente nunca le abriría las puertas a una novela política. Esta estrategia, que tiene mucho de gramsciana, no la comparten otros novelistas críticos, al considerar que no se puede subvertir el capitalismo con su mismo lenguaje, con sus mismas formas, y apuestan por construir novelas radicalmente enfrentadas en la forma con la literatura de mercado. ¿Cómo concibes una literatura que intervenga, desde su forma y su contenido?

No describiría así la estrategia, creo que tomas la referencia de un artículo en donde se analiza una franja continua que comienza, como mal menor, con el caballo de Troya y continúa con distintas opciones, líneas en las que trabajar. Por así decir, tal vez usar algunos elementos del caballo de Troya para entrar, o salir, de la ciudad sitiada, pero sin limitarse a ellos, pues no existiendo la separación entre forma y contenido difícilmente podemos esperar que el contenido del caballo sea distinto de su forma. En mi caso no creo haber escrito ni una novela de espías en El lado frío de la almohada, ni un thriller en las dos últimas. Como experiencias narrativas emplean diferentes instrumentos, algunos del espionaje, pero no todos. Al mismo tiempo, no tengo ningún prejuicio acerca de la posibilidad de escribir, digamos, una novela popular -aquí veo más la posición de Gramsci- sólo que ni siquiera en tal caso se trataría de un caballo de Troya sino de una posible novela popular que desde el principio mostrase unas cartas distintas y, en esa medida, unas formas distintas. Tal sería una línea útil, creo, para trabajar. Por otro lado, considero que la literatura interviene desde la acumulación: una sola novela no es más, ni menos, que un rato de compañía, un tiempo breve que puede entregarnos impulsos y hacernos conscientes de experiencias a través de la imaginación. Pero sólo cuando una gran multitud de relatos de cualquier género, y de todos ellos mezclados, empiece a transmitir una visión del mundo diferente, podremos hablar, creo, de capacidad de intervención con consecuencias transformadoras relevantes y duraderas.

- ¿“Lo que hay” es la mayor ficción que se ha inventando?

El ser se dice de muchas maneras; una de ellas es erigirse en intérprete de la realidad que determina que “esto es lo que hay”. Pues la frase nunca se usa cuando se trata de ecología, de establecer los límites del planeta -único caso en el que pudiera tener sentido- sino en alusión a la suma de normas, actitudes, vidas y sueños, que nos hacen. Y hay quienes usan esa frase como argumento para justificar que lo real es necesario, quienes dan por buena la línea de meta y el origen. No, esa línea de meta y ese origen no estaban desde el principio, son una ficción, una construcción que puede ser modificada, que debe serlo si en ella habitan el dolor evitable, la explotación, el abandono. La quema brujas fue durante un tiempo lo que había, el trabajo infantil, la caridad como único recurso para quienes no podían pagar un médico. Y pudieron ser tachadas porque eran una manera injusta y vergonzosa de decir nuestro ser, porque nuestro ser puede decirse, aunque sea a tientas, sin explotación y con amabilidad.

David Becerra Mayor // La Marea, nº 23 (enero, 2015) págs. 53-55.

Mujica

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De la mano de Yulca –editorial que trabaja con un ojo puesto en América Latina– ha cruzado el océano, para regocijo del público español, el retrato que el periodista y escritor uruguayo Miguel Ángel Campodónico ha escrito sobre Pepe Mujica.
En la narración de Mujica se intercalan, con admirable pulso narrativo, fragmentos –en verdad, largos pasajes– en primera persona, donde la voz de Mujica se impone sobre la voz de un narrador que, en tercera persona, se echa a un lado y se conforma con descubrirle al lector, mediante una descripción breve, casi a la manera de la acotación teatral, el paisaje, el escenario, el contexto político y social, para que sea el mismo Pepe Mujica quien lo desarrolle después, relacionando la Historia con su propia biografía.
El libro de Campodónico recorre la trayectoria vital de quien se ha convertido en un referente de la izquierda y de la decencia. Desde su lucha como guerrillero, sus quince años en las cárceles de la dictadura cívico-militar de los años setenta y ochenta, hasta que fue electo diputado en el Parlamento de Uruguay en 1994 por Montevideo, en Mujica se confirma la visión de un hombre que hace de la austeridad (bien entendida) su bandera. Mujica en estado puro: anticonsumista y pacifista, en sus discursos se enfrenta a los «antivalores» capitalistas que establecen la ecuación entre la felicidad y la riqueza; «antivalores» de crecimiento y consumo que conducen a la destrucción del planeta. Mujica, el político que ratifica «su voluntad para que el hombre salga de la prehistoria» para que, como especie, empiece a gobernar su vida. Frente a las trasnacionales, frente al sistema financiero, la ciudadanía debe empoderarse para ser dueña de su futuro.
Mujica de Miguel Ángel Campodónico traza la vida de aquel «muchacho que quiso cambiar su época y su mundo» y que, al llegar a la Presidencia de su país, siendo ya no tan muchacho, supo que era «posible un mundo con una humanidad mejor, pero tal vez hoy la primera tarea sea salvar la vida». 

David Becerra Mayor // La Marea, nº 24 (febrero, 2015),  pág. 61.

Poesía ante la crisis

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 Dice Terry Eagleton en Cómo leer un poema (Akal, 2010) que la poesía es un género en sí mismo subversivo. El hecho de que el verso no alcance el final de la línea, de que un poema requiera una lectura lenta y reposada al margen de las prisas que impone la ciudad capitalista y de que exija un cambio de registro que desplaza lo real hacia lo simbólico, resulta suficiente, en opinión del crítico inglés, para inferir que el poético es un género que se resiste, por su propia forma, a ser asumido o devorado por el mercado capitalista.
            Sin embargo, por mucho que el verso no alcance el final de la línea, no siempre la poesía ha sido subversiva. En ocasiones, ha sido incluso todo lo contrario. La poesía es subversiva solo si se lo propone, si persigue conscientemente, golpe a golpe, verso a verso, cuestionar y aun contrarrestar la hegemonía del capitalismo. Es el caso de algunos de los poemas que se reúnen en distintas antologías que, al calor de la crisis, se han publicado en el último año. En legítima defensa (Bartleby, 2014), Marca(da) España (Amargor, 2014) y Disidentes (La Oveja Roja, 2015) son tres poemarios que comparten una voluntad crítica frente a la realidad. Pero también existen algunas diferencias que conviene subrayar.
Resultado de imagen de disidentes antologiaDisidentes es una antología de «poetas críticos contemporáneos», como así reza su subtítulo, preparada por el crítico literario y también poeta Alberto García-Teresa. Disidentes agrupa en sus páginas a los poetas más relevantes de la llamada «poesía de la conciencia crítica». En un ensayo anterior –titulado precisamente Poesía de la conciencia crítica (Tierradenadie, 2013)– García-Teresa subrayaba que la «principal característica de la “poesía de la conciencia crítica” consiste en que estos poetas sitúan el conflicto socioeconómico y político que atraviesa la actual coyuntura histórica en el centro y en el eje (implícita y explícitamente) de su creación poética, manifestándolo de una manera crítica». Sin embargo, añade el autor, esta corriente no se expresa por medio de una única opción estética, sino que se reconocen en ella una gran variedad de tonos y registros. La heterogeneidad de las propuestas estéticas, que teorizó García-Teresa en su ensayo, se ejemplifica ahora en una suerte de muestrario poético, que permite conocer lo que significa esta corriente mediante la lectura directa de sus versos.
Disidentes no es un libro de coyuntura, un libro sobre la crisis; es más bien una antología que cuestiona las estructuras de un sistema económico que, por su propia dinámica, hace del mundo un lugar menos habitable, menos justo, menos lugar. Poetas como Jorge Riechmann, Enrique Falcón, Antonio Orihuela o María Ángeles Maeso, máximos representantes de la corriente de la «poesía de la conciencia crítica» desfilan por las páginas de Disidentes.
Por su parte, Marca(da) España es algo más que un poemario. Es un libro compuesto por fotografías de Reiner Wandler que recogen instantes de  lucha e indignación vividas en España en los últimos años, desde el 15M hasta hoy. Cada una de las fotografías de Wandler se acompaña de un poema escrito por poetas de corrientes y sensibilidades distintas. Algunos poetas de la denominada la «poesía de la conciencia crítica» conviven, en estas páginas, con otros que, si bien no se incluyen en la corriente señalada, sí producen una poética igualmente crítica. Es el caso de poetas como Óscar Curieses, Laura Casielles o Ángel Guinda. El prólogo de Marca(da) España corre a cuenta de Santiago Alba Rico que define el libro como una «muestra de las marcas tristes que deja la marca España, pero también la rabia viva que se rebela contra ella».
Resultado de imagen de marca(da) españa poesía
Como Marca(da) España, En legítima defensa (poetas en tiempos de crisis) es un poemario sobre la crisis, donde –a diferencia de lo que ocurre en un menos coyuntural Disidentes– los versos están más íntimamente ligados a la actualidad inmediata. En legítima defensa, si bien reúne algunos poetas de la corriente de la conciencia crítica como Matías Escalera, Gsús Bonilla o Isabel Pérez Montalbán, junto a otros que si no son de esta corriente sí están muy próximos a ella, como Felipe Alcaraz o Marta Sanz, incluye asimismo a poetas como Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, José Manuel Caballero Bonald o Manuel Rico, más alejados de una propuesta poética abiertamente crítica, en los términos referidos. Tal vez por ello, en su conjunto,En legítima defensasea un poemario que se escribe no desde la necesidad de dar la batalla para ganar un mundo, sino desde el lamento que nace de la pérdida del viejo mundo que se marcha. En este poemario late cierta nostalgia por el mundo que habitábamos antes de que la crisis se lo llevara por delante. El tono, y el título en este sentido es transparente, no muestra una clara voluntad de ir a la ofensiva, sino de resistir, de defenderse, ante la agresión de los de arriba. No obstante esto, En legítima defensa resulta a todas luces interesantísimo porque atrapa un estado de ánimo, porque evidencia que, casi como por un imperativo de la época, resulta imprescindible comprometerse, bajar al barro y mancharse, también desde la poesía, desde aquella poesía más intimista y más alejada del compromiso político y social.
Quizá la poesía no sea un género en sí mismo subversivo. Pero, lo que es seguro, es que los versos que integran estos poemarios sí lo son. Y eso que, en algunos casos, los versos incluso llegan hasta el final de la línea.  

David Becerra Mayor // La Marea, nº 25 (marzo, 2015), pág. 52.

Entrevista a Marta Sanz en Buensalvaje

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“El modelo femenino actual es digital, recauchutado, serializado y de pubis infantil”

 

Aunque desde algunos sectores de la crítica todavía se habla de Marta Sanz (Madrid, 1967) como una autora perteneciente a la joven narrativa española, lo cierto es que su carrera literaria es prolongada y a día de hoy cuenta con una decena de novelas publicadas, además de dos poemarios y algunos textos ensayísticos donde ofrece, mediante sólidos argumentos teóricos, los motivos por los cuales no separa en su quehacer creativo la literatura de lo político. La obra de Sanz parte de una reformulación del compromiso en la literatura, pero sin desatender el lenguaje, entendiendo que resulta necesario subvertir el lenguaje para subvertir la realidad que habitamos. Hablamos con Marta Sanz de las posibilidades de la literatura para transformar el mundo.
Empecemos por el final. En tu última novela, Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2012), se plantea el modo en que, durante la transición, se construye un nuevo modelo de mujer en la sociedad española. Nace una mujer moderna, libre y liberada de antiguos tabúes, de viejas actitudes recatadas, de un mundo donde su única función era la reproducción y el cuidado de la familia y el hogar. La transición, como una resaca del 68 francés, libera el cuerpo de la mujer para el placer. Sin embargo, en la novela muestras de una forma magistral la parte invisible del nuevo imaginario: que no hay emancipación, sino conversión de la mujer en una mercancía más, donde su cuerpo, bonito y desnudo, se convierte en un reclamo publicitario, en capital erótico, y lo que parecía contrahegemónico –y emancipador– no es más que una nueva forma de dominación de la mujer por parte del capitalismo y el patriarcado.
No sé si yo habría sabido verbalizar las intenciones de mi texto tan bien como tú, David. Me identifico con lo que dices y sólo puedo añadir que una de las cosas que yo quería contar, mientras escribía Daniela Astor y la caja negra, es cómo se relaciona la realidad con sus representaciones, porque creo que esas representaciones nunca son asépticas, sino profundamente ideológicas. La cultura y, dentro de la cultura, la representación del cuerpo de las mujeres, la reducción de las mujeres a cuerpo –al espacio de su fisiología, de su capacidad para gestar o de su potencial para la seducción-, el imaginario colectivo, inciden en la manera de valorarnos a nosotras mismas, en nuestras aspiraciones y en nuestro concepto de lo que es una mujer admirable. Durante los años que recrea la novela muchas mujeres tuvieron la sensación de soltar lastre: el de la oscuridad, la represión, la moral nacional-católica, el de una sexualidad que no se entendía más allá de la procreación y que asociaba el placer erótico de las mujeres con la suciedad. Pienso en imágenes tan intolerables para ciertas mentes como la de la masturbación femenina. En este contexto, fue un acto de higiene que Marisol se mostrara desnuda en la portada de Interviú con una flor amarilla en la mano.
Sin embargo, me parece que ese primer desvelamiento o ese pequeño entusiasmo solo forman parte de la línea continua de la historia cultural: por una parte, entroncan con el mito del cuerpo de una mujer, reducida a esencia, a musa, a estereotipo, a bello objeto de contemplación y, por otra, derivaron, como tú apuntabas hace un instante, hacia una mercantilización radical que alcanza su máxima expresión en la pornografía como banalización capitalista del sexo. Y en algo incluso más preocupante: en la homogeneización de un canon estético que no es más que el reverso formal de la idea de que existe una esencia femenina: en los tiempos que corren, esa esencia se identifica físicamente con un modelo femenino digital, recauchutado, serializado y de pubis infantil. La belleza femenina hoy pasa por la violencia quirúrgica. Por la obsesión en tener la apariencia de dibujo animado o de chica del vídeo-juego. Por parecer, no ya una joven, sino una niña eterna de rasgos occidentales. Se exagera la mitología de la mujer ideal y eso nos inflige un daño.
Somos muchas y distintas, y no podemos permitir que nuestra diferencia respecto a otros géneros nos sitúe en desventaja. Por eso, en esta novela y también en La lección de anatomía yo quería hablar del cuerpo de las mujeres, no como receptáculo maternal o como carne deseable, sino como texto donde se quedan impresos los trabajos, las experiencias, de cada una. La idea del cuerpo como texto se refleja en un lenguaje lleno de metáforas fisiológicas. También en el planteamiento de la novela subyace una analogía entre lo histórico y lo biológico: la pubertad de un país coincide con la pubertad de su narradora-protagonista. La euforia, la incertidumbre, la ilusión, el miedo, el comienzo del desencanto. Todo el libro podría interpretarse como la búsqueda de un lenguaje propio: el de una mujer que renuncia a ser musa, objeto de la narración, y se transforma en sujeto de la misma. También podría interpretarse como la expresión de un culpa: la que experimenta la narradora, Catalina, al darse cuenta de que se dejó llevar por un “deber ser” de las mujeres que no le permitió apreciar la valentía de su propia madre.
Sin darnos cuenta asumimos palabras y comportamientos que no nos corresponden, nos dejamos llevar, nos faltamos permanentemente al respeto, no desarrollamos nuestro sentido crítico y nos hacemos muchísimo daño a nosotras mismas. El feminismo de Daniela Astor parte de una vocación autocrítica y se expresa a través de una voz de mujer que reproduce y a la vez lucha contra esa mirada dominante que nos conforma y nos frustra: la mirada que no permite a Catalina valorar a su madre y que incluso la hace avergonzarse de ella, una mirada familiar, que se construye y encuentra su eco esa otra mirada pública, colectiva, que se revive en las cajas negras. La novela de aprendizaje se contrapuntea con el falso documental sobre el fantaterror español, la muerte de Sandra Mozarowsky, el cronicón amarillo de los juguetes rotos del destape, Nadiuska, Amparo Muñoz, el primer desnudo integral de nuestro cine que fue el de la Cantudo en La trastienda… La historia de Catalina y el documental que ella misma rueda son indisolubles: confesional y lo documental, lo íntimo y lo público, lo individual y lo colectivo. Posiblemente, Daniela Astor sea una novela sobre la dificultad de comprender que no somos tan libres como creemos y que esa incomprensión dificulta la posibilidad de rebelarnos.
Sigamos con la transición. Posiblemente hoy nos encontremos en un proceso destituyente donde se han empezado a cuestionar las normas de convivencia que se dio este país –o mejor: nos dieron las élites de este país– en la transición. La Constitución de 1978 parece que ya no sirve, que lejos de resolver problemas, los perpetúa; parece que la transición no fue tan inmaculada como parecía, y que el régimen nacido de ella, nuestra democracia, tiene más defectos que virtudes. ¿Daniela Astor… se enfrenta también al relato de la inmaculada transición?
Daniela Astor y la caja negra es una novela sobre la Transición que procura no usar la nostalgia como artefacto que reduce el pasado a eufemismo. Estoy de acuerdo contigo en que en esta novela hay una lectura crítica de la transición española que, para ser eficazmente crítica, debía poner también en tela de juicio las formas ideológicas y los géneros de prestigio que se inauguran en dicho periodo histórico. Creo que esa reflexión en torno a las formas, inseparables de los fondos, constituye el eje central de nuestro oficio como escritoras y escritores. Posiblemente, los dos grandes relatos de la transición sean la Constitución de 1978 y la Nueva Narrativa: el primer relato es hoy ciencia-ficción en lo que se refiere al respeto a los derechos fundamentales que recoge; el segundo sigue constituyendo el canon de nuestra literatura y, en gran medida, es la cristalización formal de la ilusiones de una socialdemocracia que nunca llegó a existir. Me parece que ahora tenemos que articular otras narraciones que, de algún modo, traten de formular otras preguntas, planteen otras tesis, reinterpreten la historia e intervengan intrépidamente en el espacio común.
En todo caso, cuando hablas de “formas ideológicas” habría que señalar que tú también utilizas en tus novelas elementos pop y otros discursos propios de la cultura popular. En Daniela Astor… este rasgo es evidente, y desfilan por sus páginas referencias a películas del fantaterror, portadas de revistas del corazón, e incluso un programa de Sálvame Deluxe. ¿Estos discursos forman parte del lenguaje del opresor, que necesitamos para hablarnos?
No creo que Daniela Astor sea una novela pop ni posmoderna. Aunque esté plagada de referencias pop y de estrategias narrativas que experimentan con los límites de los géneros. Existe una especie de obcecación crítica en identificar la posmodernidad con los juegos del lenguaje y de los géneros literarios, pero a mí me parece que hay juegos y juegos, experimentos y experimentos: en la narrativa de la posmodernidad el objetivo del juego es lograr la amenidad, la ligereza, el entretenimiento, la espectacularidad del relato encarnada, sobre todo, en el virtuosismo en el manejo de las carpinterías narrativas. Se coloca al lector en un espacio confortable y los proyectos literarios acaban siendo algunas veces metaliteratura. La realidad se reduce a sus lenguajes.
Sin embargo, existe otro tipo de experimentación con los límites que saca a los lectores de su zona de descanso, de su espacio de confort, y les propone un diálogo, una conversación, les incita de algún modo a atreverse, y en esa dinámica el objetivo principal no es el ensimismamiento en y desde el texto, sino la vuelta a la realidad. La re-sacralización de la realidad frente a la sacralización de la literatura. Ese “andamos faltos de realidades” al que se refería Marguerite Yourcernar o Alice Munro. Esa reivindicación de la “verdad” de la que habla Badiou. No me interesan demasiado ni la meta ni la endoliteratura, aunque valoro mucho algunos de sus textos y soy consciente de que la realidad también son sus representaciones: por eso soy partidaria de que los adultos no obvien la existencia de programas como Sálvame y de que los niños vean los telediarios y lean cuentos de hadas machistas, crueles y políticamente muy incorrectos; a través de la lectura de fuentes tan perversas como ésas se construye la conciencia crítica. Formulando las preguntas adecuadas e intentando responderlas.
No se trata de ejercer la censura, de tachar textos con mojigatería y una especie de autoritarismo moral, sino de enseñar a leer críticamente, de poner el acento en lo educativo frente a los fuegos artificiales de la cultura. Lo que no podemos hacer es obviar lo que existe. Me parece que hay que subrayar, con un rotulador rojo si hace falta, lo que existe y no nos gusta para hacerlo visible, obvio y, así, poderlo transformar. En todo caso, la gran contradicción de asumir ciertos riesgos formales, marcados ideológicamente, es que a veces nos alejamos de los lectores practicando una aproximación elitista a la literatura que a mí mientras estoy escribiendo me hace experimentar un montón de incertidumbres y, consecuentemente, buscar caminos. Se toma la palabra cuando uno cree que tiene algo que decir, pero también en el proceso de encontrar el lenguaje que un texto determinado necesita se van aprendiendo muchas cosas. Si no, no merecería la pena…
La escritora Marta Sanz.
La escritora Marta Sanz. Foto: Laura Pareja.
Han pasado dos años de la publicación, ya no estás de promoción, y por lo tanto nos podemos permitir spoilers: uno de los temas centrales de Daniela Astor… es el aborto. Curiosamente, a los pocos días de publicarse la novela, el ministro de Interior, el católico Jorge Fernández Díaz, dijo aquello de que abortar no era ETA, pero se parecía. En realidad, sin desearlo, tu novela fue muy oportuna: por un lado, se enfrentaba al relato de la transición, incomodando el consenso en un momento en que se empezaba a cuestionar el régimen del 78, y por otro lado, veíamos que una historia del pasado volvía a recuperar la vigencia porque aquellos contra los que se enfrentó el movimiento feminista en los ochenta seguían instalados en el poder.
Creo que, de algún modo, durante muchos años hemos vivido en una realidad que tenía mucho de fantástica. Vivimos la fantasía de que habíamos conquistado –más bien de que habían conquistado por nosotros- derechos y libertades. Vivimos la fantasía de que éramos libres, iguales y fraternos. Y nunca fuimos de verdad libres, porque desde luego nunca fuimos iguales ni mucho menos fraternos. Ni desde el punto de vista de género ni desde el punto de vista de clase. Daniela Astor se sitúa en el periodo de la transición española, pero en realidad yo la leo como una novela que habla del presente, de la crisis, de cómo la crisis ha servido como excusa para justificar todos los recortes. La crisis también ha servido para visibilizar a esa caverna que nunca se fue de aquí y que sigue conservando sus privilegios.
Me refiero a la caverna del poder económico que organiza galas de beneficencia para que nada cambie y, en la exhibición impúdica de su dinero, se pone una máscara de bondad y de generosidad que siempre necesitará de los pobres. También me refiero a los que no quieren saber o prefieren seguir instalados en su visión de que hemos alcanzado el mejor de los mundos posibles. En este sentido, me da la impresión de que muchas mujeres, desde la transición hasta ahora, fuimos víctimas de un autoengaño: creímos de verdad que habíamos alcanzado la igualdad de derechos y esa convicción, falsa pero confortable, nos desactivó. También dentro del campo cultural. Dejamos de hablar de asuntos que nos concernían y nos irritaban los congresos de mujeres. Confundimos la ghettización con la posibilidad de abordar problemas y buscar soluciones en común. Y asumimos más que nunca un imaginario cultural heredado, del que no se puede renegar, pero que debe enriquecerse con otros puntos de vista y con esas voces que han sido sistemáticamente silenciadas.
Yo me hago la autocrítica y, desde una perspectiva actual, me pregunto por qué utilicé una voz narrativa masculina para escribir una novela como Los mejores tiempos donde quería contar por qué los hijos de los progres nos habíamos hecho conservadores: ese gesto poco natural era una constatación más de que los hijos –y las hijas- de los progres nos habíamos conservadurizado, pero también apuntaba hacia la sospecha de que, si mi narradora hubiese sido una mujer, todo el relato se habría leído en una clave feminista que entonces me importaba menos de lo que me importa ahora. Muchas escritoras apostábamos por una normalización que pasaba por el intento de trascender una voz femenina estereotipada o por el hecho de que las mujeres no hablásemos solo de mujeres. Nos esforzamos en el oficio, en la equiparación en el uso de herramientas compartidas con los escritores, y dejamos en suspenso relatos que deberían haber sido contados.
La visión que dentro de la literatura o del cine se ha dado del aborto es un ejemplo de todo esto: la mirada sobre el aborto siempre ha sido machista y moralista incluso desde algunos sectores de la izquierda. Siempre se ha criminalizado y se ha practicado la doble moral del aborto bueno y del aborto malo. Para el primero existen razones –riesgo para la madre, malformaciones fetales, violación, etc. -, para el segundo no. La única “excusa” para que una mujer sana, sin problemas económicos y con pareja aborte es que está deprimida o loca, porque al fin y al cabo nos sigue funcionando en la cabeza el precioso eslogan de que “lo más bonito que le puede pasar a una mujer en la vida es ser madre” o ese otro que dice que “una mujer que no ha sido madre no es una mujer completa” o ese otro más moderno que habla de la maternidad como elemento central en el empoderamiento de la mujer y de su superioridad frente al hombre.
En Daniela Astor quería contar la historia de una mujer que decide abortar sencillamente porque no quiere tener un hijo y se siente vejada no por los médicos que le practican el aborto –eso forma parte de la imaginería tétrica con que se ha demonizado la interrupción voluntaria del embarazo-, sino por su propia familia y por un sistema jurídico que la señala socialmente y la condena a la cárcel y una existencia precaria de por vida. Esa pequeña historia de Sonia Griñán, la madre de Catalina, refleja grandes contradicciones y coloca a cierto lector en una tesitura en la que su sensibilidad puede resultar herida. Catalina lee la caja negra de sus traumas, de su incomprensión, de lo que no supo entender porque no disponía de las palabras suficientes o porque las palabras de las que disponía estaban interesadamente manchadas, y ratifica el vínculo que une lo psicológico con lo sociológico, lo cotidiano con lo político. No me pareció una mala idea reflexionar sobre la construcción de las identidades femeninas hablando del cuerpo expresado a través de dos de las metáforas de su libertad: el desnudo y el aborto.
Daniela Astor… dialoga con la novela que publicaste cuatro años antes, La lección de anatomía (RBA, 2008; reeditada en 2014 por Anagrama con algunas variaciones). Tanto en Daniela Astor… como en la reedición de La lección de anatomía, las cubiertas se ilustran con fotografías personales. Este dato no es anecdótico sino que refleja muy bien el proyecto literario que hay detrás de estas novelas: llevar «mi honestidad hasta el impudor del desnudo», dice la protagonista de La lección de anatomía. Has escrito también, en tu ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), y permíteme que parafrasee tus palabras, que el empleo de un yo autobiográfico en la novela no responde a una exhibición narcisista, sino que supone –muy al contrario– un ejercicio de autoconciencia, de honestidad y responsabilidad. En la novela española actual, el yo sirve para no hablar del nosotros y, en consecuencia, para desplazar los conflictos colectivos a favor de una suerte de lectura intimista de la conflictividad política y social. Pero, ¿se puede hacer una novela política desde el yo?
Intuyo que sí y, por eso, hago experimentos con esa posibilidad. Me parece que lo primero que deberíamos hacer es acotar a qué le llamamos materia autobiográfica, porque para mí la materia autobiográfica se relaciona con la visión del mundo de los escritores y de las escritoras: no se reduce a la transcripción mimética de los acontecimientos de la propia existencia en un libro. No tiene por qué identificarse con el recuento de las acciones de personajes que, desde la soberbia o el remordimiento, justifican con la narración una vida de pecado; tampoco tiene por qué identificarse con un recuento de actos excelentes que hagan del personaje que toma la palabra alguien ejemplar y modélico. A mí no me suelen atraer los textos autobiográficos de seres famosos o de resonancia histórica, de seres singulares que deben comprometerse con la verdad de lo que dicen y con el desvelamiento de lo que nunca fue dicho. No me interesa ese tipo de discurso religioso.
Tampoco me interesa demasiado la autoficción, como género diferenciado de la autobiografía, donde los escritores se convierten “nominalmente” en personajes de aventuras librescas o exóticas. Decidir decir yo cuando se trata de yo no es exactamente lo mismo que decir yo usando el nombre propio como recurso literario. Tampoco me interesa la mitificación de la vida interior ni los seres que se desplazan a tres centímetros del suelo. Las levitaciones. Wilde y Vonnegut matizaron con mucha gracia esa mitificación de la vida interior, del especialísimo talante de los escritores, cuando señalaron que las apariencias no engañaban y había que tener mucho cuidado con lo que uno parecía ser porque uno acababa siendo lo que parecía. Hay que escuchar a los espejos… A mí lo que me interesa es ese yo que habla en sintonía con el nosotros y escribe lecciones de geografía e historia.
En cuanto a la anatomía, en mis textos es una disciplina fundamental porque, frente al carácter etéreo de la vida interior, para mí toda esa posible vida interior está condicionada por la materia y el cuerpo, las enfermedades, el dolor de muelas, el insomnio. Me interesa el yo que habla, no desde una idiosincrasia peculiar o una excentricidad extrema, sino desde lo compartido y lo común, y que lo hace en primera persona porque resulta más natural, más honesto, y de algún modo se revela contra alguno de los mandatos de la literatura de prestigio, por ejemplo, ese precepto deleuziano que dice que la legitimidad de los relatos solo se alcanza desde la distancia de la tercera persona. Por otro lado, cada libro es una máscara, incluso el autorretrato y el desnudo son poses literarias que, sin embargo y no tan paradójicamente, a menudo dejan a quien escribe en pelotas. Todos los matices, las elecciones, son significativos cuando se escribe y cuando se lee un libro. En cuanto al asunto de las portadas, elegí la de Daniela Astor porque creo que resume bien una de las ideas principales de la novela: la mezcla de pudor y provocación en el desnudo de una niña que se tapa el pecho mientras saca morritos.
Entre estas dos novelas del yo, hay un paréntesis en el que experimentas con el género negro o policial. Publicas Black, black, black –del título se puede inferir sin duda que estamos ante una novela negra– y su secuela: Un buen detective no se casa jamás. Con Black… decías que el género policiaco resultaba un instrumento muy adecuado para hacer visible lo que Žižek denomina la violencia invisible del sistema. ¿Cómo se visibiliza esta violencia en la novela? Y, ¿por qué el género negro es el más adecuado para ello?
La violencia se visibiliza en estas novelas en dos niveles: en el de esas vidas cotidianas que reflejan la violencia del sistema económico y en el de la violencia inmanente al discurso de seducción de los géneros literarios más valorados. La lógica del neoliberalismo empapa una cotidianidad cutre, insatisfecha, marcada por la injusticia, el abandono, la exclusión, la xenofobia, el crimen y del mismo modo empapa las novelas negras como formas ideológicas que clientelizan a los lectores. La novela negra hace mucho que no es el género más adecuado para la denuncia política porque, al ser un género altamente codificado, propicia un tipo de lectura que va buscando el reconocimiento y la comodidad de los lectores: dos efectos secundarios que para mí se sitúan en las antípodas del tipo de incertidumbre que provoca la lectura de textos con una pretensión de denuncia política y social.
El carácter ultracomercial de la última novela negra nos habla de su escaso potencial crítico –el éxito masivo no suele conciliarse con las visiones artísticas más urticantes y transgresoras- y de la necesidad de ciertos lectores de tranquilizarse y sentirse buenos mientras leen. Casi podríamos decir que existe una paradoja en la transformación de un género que nace para denunciar la violencia del sistema y acaba convirtiéndose en violencia del sistema a través de la utilización de una retórica literaria que manipula a los lectores situándose por encima de ellos, trampeando, activando estrategias de seducción que en el fondo son estrategias de poder. Uno de los mecanismos de seducción más inquietantes es el de la adulación hacia los lectores, la búsqueda del ensoberbecimiento del lector como estrategia de marketing; ahora están poniendo un anuncio del banco de Santander que utiliza ese recurso: una mujer se dirige al cliente y le dice que él es quien decide, el que manda, el que siempre tiene razón y que, por eso, para el banco el cliente es siempre lo primero… Además de la circularidad del argumento y de la falsedad manifiesta de dichas afirmaciones, yo como receptora de un mensaje desconfío cuando halagan mi vanidad más de la cuenta, sospecho –y posiblemente no me equivoco- que me engañan y que las buenas palabras son una manera de darme gato por liebre…
En resumen, si no violentamos el género negro desde sus tics retóricos tranquilizadores, no seremos capaces de visibilizar esa violencia del sistema frente a la cual reaccionó en sus orígenes. A menudo el negro se reduce a parafernalia, repetición, códigos televisivos, lenguaje literario plano y pensamiento políticamente correcto. Parte del negro actual –no todo- a menudo se queda en la artificiosidad de la novela enigma, en los conejos que salen de la chistera del prestidigitador, en los golpes de efecto y en los psicópatas que son malos porque están locos y no porque sean ese tipo de víctima del sistema que acaba convirtiéndose en verdugo.
Por último, me gustaría recordar que entre esas narraciones del yo –La lección de anatomía autobiográfica, Daniela Astor y la caja negra no- y Black, black, black hay un vínculo que vuelve a relacionarse con los géneros autobiográficos; en esta última novela los códigos habituales del género policial se violentan porque algo fractura el discurso previsible y obliga al lector a formularse una pregunta que lo saca de esa zona de confort de la que hablábamos antes: en el relato de la investigación de un crimen se introduce el diario de una mujer que nos cuenta su menopausia, sus relaciones con el hijo, con el vecindario, sus hábitos buenos y malos… Un género autobiográfico, que nada tiene que ver con mi autobiografía, es el recurso empleado para producir cierto desasosiego retórico y romper con los esquemas convencionales del negro. La fractura formal y genérica aspira a tener una repercusión en el proceso de lectura y el intento de romper ciertos hábitos y prácticas de lectura, para mí, tiene algo de una acción política.
La utilización del género policial no es exclusivo de la narrativa de Marta Sanz. Autores de izquierda como Belén Gopegui, Rafael Reig o Víctor Sombra Macarrón también se han servido, en mayor o menor medida, de tramas policiacas para construir un discurso narrativo antisistema. Podemos decir que estamos viviendo una thrillerización de la novela. ¿El capitalismo, con sus tramas de corrupción, se cuenta mejor desde la novela negra?
No. Porque, como acabamos de comentar, tengo la impresión de que la novela negra se ha convertido en novela rosa y en la indagación en lo rosa es donde a lo mejor recuperamos el impulso del primer género negro. Creo que asumir esos códigos, fuertemente condicionados por la expectativa casi siempre frustrada de vender, es asumir parte de la violencia que el sistema impone. Si las formas son ideológicas –y la novela negra se ha convertido en una expresión de la ideología dominante como objeto de consumo, por el tipo de lectura que propicia y por la visión de la cultura que apuntala-, no podemos aspirar a que un género sea solo un molde que yo pueda rentabilizar para convertirlo en la pizca de azúcar que endulza la píldora amarga, en el arca o el container “digestivo” donde depositar otro tipo de contenidos ideológicos o de mensajes explícitamente políticos.
La thrillerización obligatoria de la novela, la best-sellerización, la uniformización de la novela son para mí motivo de reflexión permanente. En todo caso, cuando les damos vueltas estas cuestiones, colocamos la lectura en el territorio de la flagelación, la tortura china, el displacer, lo abstruso… Y no es así: se trata de proponer una forma de pensar juntos, en diálogo con la comunidad, a través de los textos literarios. Y esa conversación o esa tertulia pueden ser gratificantemente oscuras –a veces la oscuridad es muy estimulante-, y muy divertidas. Aunque da miedo utilizar determinadas palabras: a veces no sé de lo que hablamos cuando decimos que algo es “divertido”.
La escritora Marta Sanz.
La escritora Marta Sanz. Foto: Laura Pareja.
En tus primeras novelas –yo establezco el corte en Animales domésticos, donde hay, por primera vez, una apuesta abiertamente realista–, se observa que los conflictos de los personajes son subjetivos. Sin embargo, aunque todavía no se propone un horizonte político para solventar estos problemas individuales, se respira un malestar que pervierte el consenso que había alcanzado una sociedad que escribía su propio relato como una sociedad sin conflicto ni contradicciones. Este malestar subjetivo –que también está en las primeras novelas de Ray Loriga o en los primeros discos de Nacho Vegas– sutura el pensamiento dominante (al mostrar que todo conflicto se encuentra en el yo), pero, a la vez, es tanto el malestar, la angustia, la ansiedad manifiesta, que satura, desborda, el imaginario dominante, rompiendo el consenso de una sociedad feliz. Este hecho es un síntoma de que si el malestar se canaliza en un discurso político, se articula política y socialmente, el sistema puede agrietarse. ¿El recorrido de la narrativa de Marta Sanz es paralelo al que ha ido realizando la sociedad española?
No lo sé, David. Comparto esa visión de “romper el consenso de una sociedad feliz” y, por eso mismo, no hablaría de paralelismo respecto a la deriva de la sociedad española. Hablaría más bien de contractura. Siempre he tenido la sensación de escribir cosas cuando no tocaba escribirlas. Como los Belinchones del Manual de literatura para caníbales de Rafael Reig, pero en lugar de en plan flashback, en plan flashforward. Escribir siempre desde una posición incómoda. Desde una mirada incómoda, incluso cómicamente agorera. Por ejemplo, escribí mi novela de la crisis, Animales domésticos, en 2003. Escribí sobre la descomposición de las clases medias, sobre la precarización laboral y sobre cómo se iba ensanchando la brecha de la desigualdad. Sobre la falsedad del mito del self made man y la mentira manifiesta de esa teoría económica del goteo hacia abajo que dice que todos vamos en el mismo barco y que si los ricos se hacen más ricos eso repercute en beneficio de todos. Un año después escribí Amour Fou, una novela que ha sido publicada diez años más tarde por una editorial de Miami, La pereza: en ella describía casos de violencia policial y de torturas en las comisarías en un momento donde decir eso en el seno de la paradisiaca sociedad española era considerado un acto de mala fe, mala leche y sabotaje antidemocrático.
Precisamente ahora te iba a preguntar por Amour fou. En tu ensayo No tan incendiario hablas de totalitarismo de mercado, justo cuando como tú comentabas hace un segundo acabas de publicar Amor fou en una editorial estadounidense llamada La Pereza. Es tu última novela publicada, pero no escrita, ya que la escribiste entre 2003 y 2004. ¿Por qué no fue publicada? ¿El mercado es una nueva forma de censura? ¿O fue censura política? Recordemos que la novela habla de torturas policiales, de represión, de la marginalidad que sufren quienes se oponen al sistema…
Que el mercado sea una nueva forma censura es, en el fondo, una forma de censura política. A mí me parece que las “dos” formas de censura se vinculan: no compramos los productos culturales que nos incomodan, o bien porque tenemos una visión arcangélica de la realidad o bien porque consideramos que la cultura tiene la bien definida función de “no molestar”. Precisamente los que argumentan que el arte o la literatura no tienen una función social, son los que tienen más claro cuál es su función. En el caso de Amour Fou, creo que confluyen varios factores para que la novela fuese comprada dos veces y, sin embargo, no fuera publicada ninguna de las dos: por un lado, era un texto que no respondía a las pequeñas expectativas que se generaron en torno a mí como miembro de un posible dream team (sic) de la literatura escrita por mujeres; por otro, es una novela exigente con el lector: discursos escritos y orales que dialogan, pistas a partir de las que los lectores tienen que participar en el proceso de construcción del significado sin ampararse en el subrayado explicativo; por último, afronta temas espinosos de esos que no se quiere mirar de frente, que no se nombran y que por tanto dejan de existir: cuáles son los límites de la democracia; la normalización de símbolos de un patriotismo nacional que remite a tiempos ni tan viejos ni tan pasados sobre los que se hizo borrón y cuenta nueva; el relato como depravación; el amor como compromiso público; o la manipulación interesada del relato de la vida íntima de personajes que resultan incómodos en el espacio público…
Estamos hablando sólo de novelas. Sin embargo, Marta Sanz también es poeta. Ha publicado el poemario doble Perra mentirosa / Hardcore (Bartleby, 2010) y Vintage (Bartleby, 2013). ¿Qué te ofrece la poesía como discurso que no te ofrezca la novela?
Creo que abordo la poesía de una manera desvergonzada. No tengo miedo cuando escribo poemas. Me siento irreflexivamente segura. A menudo escribo poemas después de haber vivido una experiencia muy exigente en el proceso de escritura de una novela. Me parece que mis novelas y mis poemarios forman parte de lo mismo: siempre existe ese poso autobiográfico que pretende dar cuenta del espacio común. Está la presencia del cuerpo, del tabú y los límites. También el tema de la memoria, presente en las novelas, pero muy especialmente en Vintage, un poemario en el que procuro cuestionar las fórmulas para comercializar la memoria y reducirla a objeto de consumo retro; creo que la memoria es una facultad para construir la identidad, el relato de la identidad, y que ese relato no se puede separar de los relatos de la memoria colectiva. De la silenciada memoria de los perdedores, de esa memoria que no se convierte en nostalgia televisiva.
En Vintage el cuerpo conserva la memoria de las enfermedades, propias y ajenas, de la alimentación, de haber podido comer o no yogures cuando eras pequeño. La memoria fisiológica y personal son formas de la memoria política e histórica. En los poemarios se hace más evidente una preocupación por el lenguaje como poder y la necesidad de poner en tela de juicio los tópicos de la literatura desde dentro de la literatura. El título Perra mentirosa es una metáfora de ese tipo de literatura que se utiliza para emborronar lo real en lugar de para mostrarlo. Escribir poemas que no suenen a poemas, poemas que no sean solemnes ni sutiles ni recurran al imaginario de la poesía mona. Me gusta el humor negro, la carne cruda, escribir poemas a martillazos y novelas de género que defrauden las expectativas de los lectores: contar ese mundo donde lo negro es rosa, y lo rosa negro, como te decía antes.
Antes nos hablabas de los cuentos de hadas y recientemente has colaborado con la editorial Alkibla con la publicación de una versión de Blancanieves, en una colección donde distintos autores adaptan cuentos clásicos para un público adolescente, pero también adulto. Además, los cuentos se acompañan de fotografías de rigurosa actualidad política que, a diferencia de lo que comúnmente se hace, no sirven para ilustrar el cuento, para traducir en imágenes el cuento, sino que proponen una trama paralela. ¿Cómo es la Blancanieves de Marta Sanz?
Lo primero que me parece interesante de este proyecto es que, como tú has apuntado, la imagen no ilustra la palabra, no la subraya, no es redundante, sino que crea un relato paralelo; así el volumen tiene al menos tres niveles de lectura: el del cuento revisitado, el del excelente reportaje fotográfico de Clemente Bernad sobre las mujeres de los campamentos saharauis y el de la posibilidad de que los lectores relacionen activamente esa versión actualizada del clásico de los Grimm con las fotografías del documental. Entre dos narraciones aparentemente antagónicas existen muchos puntos de conexión: las mujeres, el desarraigo, el espíritu de lucha… Además, me gusta mucho la idea de combinar un género documental, pegado a la realidad, a las cosas a menudo desagradables e injustas que suceden todos los días, con el cuento de hadas como género de ensoñación. Creo que esa síntesis remite a la idea de que los cuentos de hadas, más allá del tópico, a veces funcionan como antípoda perfecta de la evasión y, ya desde pequeños, nos ponen en contacto con todo tipo de parafilias, perversiones, luchas de poder e iniquidades políticas.
Esa perspectiva negra de los cuentos de hadas es la que yo había procurado explotar en Un buen detective no se casa jamás, una novela plagada de referencias a La bella durmiente,Blancanieves, Piel de asno o Hansel y Gretel… Concretamente en esta versión de Blancanieves hablo del patriarcado y el machismo, y de cómo ambos fomentan la rivalidad entre mujeres. De cómo la esterilidad se ha utilizado a menudo para excluir, castigar o apartar a las mujeres. Sobre todo en formas de gobierno tan obsoletas e intrínsecamente antidemocráticas como la monarquía. En mi cuento el espejo-narrador relata cómo la madrastra se da cuenta de que Blancanieves no es su enemiga. La madrastra descubre el rostro de su enemigo como la voz poética del Blues del amo de Antonio Gamoneda. Y a partir de ahí se reescribe una historia donde una Blancanieves sensual gesta y pare enanitos al menor roce con objetos, animales o vegetales –sobre todo con los champiñones…- Mis enanitos apuntan hacia la hipótesis de que el cuento de los Grimm se base en hechos reales y los enanos sean el trasunto literario de niños trabajadores en la mina, prematuramente envejecidos por efecto de la dureza del trabajo y de la explotación.

 

Epílogo a "El crit de les ultrecoses" de David Ruiz

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Es una idea muy extendida pensar que la ciencia-ficción es un género, tanto narrativo como cinematográfico, destinado exclusivamente al ocio y al entretenimiento. Forma parte de los lugares comunes con los que tiene que convivir este género. Claro que en parte lo merece, ya que buena parte de las llamadas novelas o películas de ciencia-ficción no persiguen otro fin que alcanzar la evasión del lector/espectador durante el tiempo que dura el ejercicio de lectura o el visionado de una película. Sin embargo existen, tanto en literatura como en cine, honrosas excepciones que nos permiten hablar de la ciencia-ficción como un género que trasciende el mero artefacto de entretenimiento, e incluso en algunos casos podemos dar con obras que constituyen excepcionales tratados de ciencia política. Piense el lector, por ejemplo, y por citar sólo dos casos sobradamente conocidos, en películas como Matrix o Avatar, donde las filigranas estéticas y los efectos especiales –desde las patadas voladoras suspendidas en el aire hasta la proyección en tres dimensiones de la película– no desplazan (pero ni siquiera logran ensombrecer) su contenido político, siendo la película de los hermanos Wachowski una honda reflexión sobre el interior/exterior de la ideología, siendo la película de James Cameron una nada disimulada denuncia ante los oscuros –quiero decir: monetarios– intereses que esconden los proyectos de cooperación internacional. La ciencia-ficción, en ocasiones, no renuncia a participar en el espacio público. Pero, ¿cómo nos acercamos, como lectores atentos, a la novela de David U. Ruiz, El Crit de les Ultracoses?: ¿Es una mera novela de evasión, cuya meta es servir de pasatiempos a un desocupado lector, o hay algo más en ella?       

             En la ciudad de Girona varias personas aparecen muertas, o aparentemente muertas, en los sofás de sus casas. Cuando la policía acude al lugar de los hechos, observa que siempre se repite un mismo patrón: la televisión encendida emite una niebla. El motivo –cuidado: contiene spoilers–: unos alienígenas espurios y etéreos utilizan la energía eléctrica de los televisores para abandonar su mundo e introducirse en el nuestro en busca de cuerpos en los que cobijarse, cuerpos que estos espíritus o ultracosas que vienen del espacio exterior, de una dimensión desconocida, necesitan usurpar para poder mantenerse en vida. Han perdido sus cuerpos y necesitan hacerse con unos nuevos para sobrevivir. De este modo proceden a ocupar los cuerpos de los televidentes que, tras pasar un primer estado depérdida de conciencia, recuperan sus constantes vitales y, al poco, su vida normal. Todo sigue igual y nadie nota nada, nadie percibe un cambio sustancial en el modo de vivir de las personas. Pero los de antes ya no son los mismos: aunque conservan su cuerpo, llevan a los alienígenas en el interior. Los habitantes de nuestro contaminado planeta viven sus vidas de forma tan pasiva, tan alienante, que ni siquiera experimentan un cambio cuando sus cuerpos –y sus conciencias– han sido tomados por alienígenas. Parece que ya estaban demasiado acostumbrados a convivir con la alienación.
            Alienación y alienígena comparten un mismo origen etimológico. Ambas palabras forman su significado a partir de «lo ajeno»: si los alienígenas vienen de un mundo que es ajeno al nuestro, un ser alienado es aquel que se comporta como si alguien, ajeno a él, se hubiera adueñado de su conciencia. David U. Ruiz funde y confunde los términos y sus personajes sufren la alienación precisamente porque sus conciencias son controladas por alienígenas. Pero tal vez lo más interesante de El crit de les ultrecoses se localice en el instrumento del que se sirven los alienígenas para alienar a los habitantes de la ciudad de Girona: la televisión. El uso de la metáfora y de la ironía le permite a David U. Ruiz reflexionar –y colocar su mirada crítica– sobre la capacidad de desactivación social y sobre el potencial alienante que tiene la televisión en la sociedad contemporánea. La ciencia-ficción funciona, en esta novela, como una advertencia, una llamada de atención, sobre la construcción de un sujeto pasivo y alienado que, ante la televisión, pierde su conciencia crítica sobre la realidad que le rodea. En ocasiones, la ciencia-ficción –y El crit de les ultrecoses es un caso paradigmático– utiliza imágenes aparentemente alejadas de una concepción lógico-racional del mundo, pero que expresan a la perfección el funcionamiento del mismo; porque es cierto que de nuestros televisores nunca saldrán esos seres que la novela describe, ni nuestros cuerpos serán tomados por ellos; pero lo cierto es que a diario sí vemos cómo de nuestras pantallas sale algo tan fantasmal como es la ideología que se apodera de nuestros cuerpos, de nuestras conciencias, y nos aliena como alienan a los personajes de la novela de David U. Ruiz los alienígenas que salen de sus televisores.
            La relación alienación/televisión es un tema que preocupa –y que persigue– a David U. Ruiz. Aunque esta sea su primera novela, David U. Ruiz tiene a sus espaldas una prolongada carrera como director de cortometrajes. El germen de El crit de les ultrecoses se encontraba ya presente en dos cortos con los que su novela parece dialogar, y con los que comparte un vínculo temático y una reflexión crítica semejante. El primero de ellos, muy antiguo ya, mostraba a un hombre sentado en un sofá, mirando la televisión, que de pronto se pone en pie atraído por algo que la narrativa del cortometraje no especifica, se acerca al televisor, lo mira detenida y detalladamente, lo toca, lo acaricia incluso, hasta que de pronto se introduce dentro del aparato y se queda atrapado en su interior. La fascinación de la televisión atrapa a los espectadores hasta el punto que les impide vivir fuera de ella. Pero acaso El crit de les ultrecoses está más íntimamente ligado a un cortometraje más reciente titulado Noise. En el corto, con una estética de terror psicológico y psicodélico, la televisión también es la vía de escape, como sucede en la novela, de unos seres extraños que ponen en situación de riesgo a la humanidad.
            David U. Ruiz nos invita, pues, a inmiscuirnos en el mundo de la ciencia-ficción pero nos alerta de que hay que hacerlo con la conciencia activa, no vaya a ser que el potencial alienante y evasivo de la televisión se traslade al mundo de la literatura –si acaso no lo ha hecho ya– y de las páginas de su libro escapen asimismo alienígenas que quieran apoderarse de nuestra conciencia. Cuando lean, háganlo siempre con los ojos bien abiertos; si se les nubla la vista, cierren el libro rápidamente: tal vez tengan que salir corriendo.         


           

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